martes, enero 12, 2010

El Informe Tapia o la provincia sublevada


Artículo publicado en Contrafuerte Nº 3, diciembre de 2009

Por los intersticios, un poco a contrapelo y por vías poco habituales, Marcelo Mellado se ha ido instalando como una de las voces más genuinas e interesantes de su generación.

Aunque fue columnista de Artes y Letras en El Mercurio y recibió el año pasado el Premio de la Crítica a la mejor obra de narrativa publicada en 2007, por Ciudadanos de baja intensidad, sigue siendo una suerte de rara avis en la narrativa criolla, un marginal que no sólo está consciente de serlo, sino que usa además la marginalidad como estrategia discursiva para dirigir, desde ahí, un ataque en forma a una cierta idea de país anclada en el sentido común. Bajo la mirada áspera y corrosiva de Mellado, esa idea parece disolverse en un amasijo de urbanismo derruido, tribus inmisericordes en sus enfrentamientos, ejércitos de burócratas que trabajan para sí mismos y ambientes degradados donde campean el vino malo, los orines y los hedores de la descomposición del paisaje citadino.

Tras una novela, El huidor (1991) y un volumen de relatos, El objetor (1995), hoy inencontrables, Mellado pareció encontrarse con la difusión –relativamente- masiva cuando Sudamericana le publicó La provincia (2001). Para la anécdota queda que los santantoninos se enfurecieron con Mellado, por ese extraño hábito de confundir la verdad novelesca con el lado de acá de la realidad. Cuando publicó El informe Tapia, Mellado señaló, en una entrevista en El mostrador, que “El rayón mío en ese momento era el tema de los discursos. Alrededor de uno, no sé por qué, se mueven siempre cientistas sociales o intelectuales que manejan una jerga que tiene que ver con los desarrollos territoriales, que viene de las estudios culturales, de los estudios de género. El tema que más me interesó es todo esto del desarrollo territorial es el “bicentenarismo” cultural; una especie de ocupación discursivo del territorio”. Pero sin duda que ese “rayón” venía desde antiguo: uno de los rasgos más singulares que el lector advierte en La provincia y luego en todo su proyecto narrativo, es su notable habilidad para situar en la misma línea sintáctica voces y términos procedentes de distintas jergas.

De un lado, está el lenguaje sociologizante de quienes suelen analizar asuntos urbanos y sociales, una jerga correosa, plagada de esdrújulas y horrendos neologismos; de otro, el lenguaje burocrático, oficinesco, plano y retentivo, con notas provenientes de los servicios de seguridad y control; cruzando a ambos, el habla de la calle, el “tenimos”, por ejemplo, más notas de chilenglish, variación chilena del spanglish que viene dada no tanto por la convivencia en una comunidad donde se habla tanto inglés como español, sino por el imperio de las modas y la inútil búsqueda de un toque de distinción en el discurso. Es decir, no se trata sólo de que Mellado -para hablar como él- problematice todo lo que sostiene o que se autoparodie constantemente, como sostiene Marcelo Somarriva en la estupenda entrevista que le hizo a propósito de La provincia. Se trata de que desde el léxico y la sintaxis ya se subvierte el orden y se pone en juego otro sistema de relaciones muy poco habitual -único, hay que decir- en la narrativa chilena.

Allí radica, sobre todo, el carácter excéntrico y marginal de la narrativa de Marcelo Mellado. De manera consecuente, dejó el sello multinacional para optar por una editorial pequeña, marginal, que no accede a los circuitos de distribución, que no hace lanzamientos, que no manda ejemplares para su difusión en la prensa, que saca ediciones de 300 ejemplares. Es un gesto político, tal como él mismo señala (“Es un gesto importante. Esta editorial es una Pyme (pequeñas y medianas empresas). Es el mismo tema que en otras cosas: la lucha entre las Pymes y las grandes empresas. Es un gesto editorial, hay que promover a las Pymes y hay que legislar para ellas o hay que protegerlas porque los otros güevones son unas bestias”), pero no gratuito: forma parte de una estrategia discursiva cuyo mayor valor reside en su capacidad de subvertir los códigos lingüísticos y sociales de la narrativa criolla.

Mellado es, en ese sentido, un escritor incómodo: las tribus de poetas que se enfrentan en El informe Tapia por cuestiones harto poco relevantes son una suerte de copia degradada y risible de los ghettos más visibles de lo que algunos llaman la escena literaria nacional y, aunque exista un cadáver de por medio, la novela jamás pierde el pulso de farsa y parodia que potencia su capacidad de demolición de ritos, mitos y discursos. Es que una de las características clave del estilo de Mellado es el perverso sentido del humor que anima su escritura. El texto que mejor revela cómo opera éste es “Borradores para una teoría del desprecio o El hacedor de asados”, en La provincia. El exhaustivo análisis de los “capítulos” involucrados en esa ceremonia tan habitual y (aparentemente) sin secretos, que alterna cuestiones de orden general con la crónica de un asado específico, es irresistiblemente cómica por la manera en que desnuda códigos tan cotidianos que han pasado a ser invisibles. Así, la conjunción de jergas diversas aplicadas a un suceso anodino tiene el corrosivo poder de mostrar el reverso de las cosas, aquello que normalmente el lenguaje oculta o sepulta bajo capas de lugares comunes y subentendidos donde cada cual sabe exactamente qué no se dijo, pero en un nivel de conciencia donde ni siquiera aflora ese conocimiento.

En realidad, esa manera de proceder se aplica a toda la narrativa de Mellado. En El informe Tapia, hasta la trama tiende a hacerse también invisible en la nube de palabras que la rodean y oprimen; aún así, tras las máscaras de personajes que ni siquiera alcanzan un nombre definitivo –Padilla, Badilla o también Ladilla; Atilio Vera, o Vega, o Varas o, tal vez, Vargas- y las distintas versiones que entrega el narrador, que avanza, retrocede, anuncia o desmiente sus dichos, se arma una historia que también es subversiva, que también cuestiona el perfil oficial de país moderno e integrado al mundo, que extrapola –y así revela- las estrategias de poder que se disputan los espacios en una ciudad de provincias y, por lógica extensión, los espacios de poder en todo el país. La jerga bélica o guerrillera, de la resistencia y la represión, de los aparatos de seguridad y los barretines, añade un punto de paranoia y furia al discurso, pues también se encuentra desplazada al menos de época. La reproducción de ese tipo de discurso en el contexto del país democrático no remite sólo a la dictadura ni tampoco a operaciones de inteligencia como la de la Oficina, sino a una operación aún más subversiva y contraria al consenso instalado en el país: las cosas no han cambiado tanto.

La dislocación de la trama; sus personajes de barrio, sin sofisticación alguna pero tan reconocibles también en los tipos cotidianos que encontramos a diario; la proliferación de lenguajes al interior de los párrafos y su desaforado sentido del humor, son algunas de las características que señalan a Mellado como, al menos, un excéntrico, pero sus decisiones políticas –o ideológicas, como él mismo dice- lo sitúan además en el plano de la marginalidad. Habla desde el borde costero, pero también desde el borde de las estructuras de poder, desde esa conjunción de fronteras donde se funden, por un instante, la iniciativa ciudadana y la institucionalidad oficial, y las tierras de frontera se caracterizan por la inestabilidad, el peligro y el riesgo de pisar minas anti personales; habla desde un puerto ciertamente exitoso, pero también un puerto de segunda que no se mira entre sus pares del mundo, sino ante el espejo del puerto principal que por lo menos puede reivindicar sus andrajos como patrimonio de la humanidad.

Y ahí está lo más interesante de una propuesta narrativa que se resiste no sólo a las modas, sino también a incorporarse a la ritualidad escénica de la literatura criolla. Mellado, de nuevo, es un escritor incómodo, una suerte de Pepe Grillo que sólo por desmarcarse con tanta fuerza de sus pares muestra sus debilidades y desnuda sus transacciones ante el poder. No es el caso de todos, desde luego, pero habrá muchos que prefieren mantener a Mellado en la casilla del loco que farfulla en lenguas desde un puerto infecto y degradado, en lugar de reconocer que su propuesta es de las más originales y sólidas de su generación, los escritores nacidos en la década de los cincuenta.

Una nota al pie: con todo respeto por su marginalidad, a Mellado le hace falta un editor sólo para efectos de revisar la ortografía y la sintaxis. Puede parecer un asunto menor y hasta acorde con su intento de demolición institucional, pero no: para derrotar al enemigo hay que construir una propuesta que resista cualquier embate, hasta los de la Academia de la Lengua.

*La foto que encabeza el artículo la saqué de acá.

lunes, enero 04, 2010

Del diario íntimo a la bitácora digital


Artículo publicado en el número 10 de la revista Dossier, diciembre de 2009

1. ¿Cuándo comenzó la costumbre de llevar un diario escrito? ¿Cuánto tiempo pasó antes de que algunos de esos diarios trascendieran la esfera privada y se convirtieran no sólo en una fuente más de conocimiento sobre su autor, sino en un género con sus propias leyes y costumbres? Sin duda que es un fenómeno hijo de la revolución de la conciencia artística que operó a partir del Renacimiento y en la estela de lo que algunos autores han llamado “la creación del individuo”.

De cualquier modo, el diario íntimo es un fruto tardío de la valorización del artista en cuanto tal, y no sólo como un personaje talentoso que compone, escribe, pinta o esculpe obras por encargo del príncipe secular o religioso. Sólo a partir de la segunda mitad el siglo XIX es posible encontrar diarios monumentales como los de Tolstoi y Dostoievski, de Jules Renard y de Léon Bloy, a los que siguieron diaristas tan famosos como Franz Kafka, Thomas Mann, Robert Musil y Virginia Woolf, además de Paul Léautaud, Witold Gombrowicz y tantos otros. Son, al menos, algunos de los que conozco, desde que la lectura de diarios pasó a convertirse, para mí, en algo más que un pasatiempo o una distracción del corpus literario principal; es que el género, cuando está bien escrito, tiene un particular atractivo por verificarse en una zona difusa donde confluyen la crónica cotidiana, el ensayo, el epigrama, el juicio demoledor avalado por la (relativa) ausencia de autocensura. Zona múltiple que puede llegar a ser, en el caso de los grandes diaristas, un inagotable placer de lectura, mucho antes que una fuente para completar un cierto mapa literario.

2. Aunque también hay diaristas de circunstancias que valen más como fuente, como George Orwell, que llevó un Diario de guerra (1) entre 1940 y 1942 ante la imperiosa necesidad de dar curso, de alguna manera, a la impotencia que sentía frente a un conflicto en el que no podía participar y del que recibía noticias fragmentarias o sujetas a la censura. Hasta tal punto es circunstancial su diario que el 8 de junio de 1940, cuando The Times anunció la muerte de su cuñado, muy unido a Orwell, él no consignó la noticia en su bitácora. Que, por otra parte, no es sólo el registro de la percepción de un ciudadano alejado de los centros de poder, que especula y trata de formarse un cuadro general a partir de pocas y poco confiables fuentes; puesto que se trata de un agudo observador de la realidad que tuvo una notable intuición para adelantar las tormentas que escondía el futuro europeo y que, aún más, trazó un cuadro siniestro, pero no tan lejano a la realidad, del futuro que hoy vivimos, el diario también es un documento políticamente notable, que no escatima críticas y que revela, con la habitual perspicacia de Orwell, el tinglado oculto tras los afanes bélicos.

Hay otros –y famosos– diarios de circunstancias. El más conocido es el de Ana Frank, la adolescente judía que pasó años encerrada en el ático de una casona de Amsterdam junto a su familia. La ingenuidad de la escritura y la inesperada madurez de la jovencita, confrontada de golpe con la segregación, la amenaza y la imposibilidad de crecer como crece cualquier joven en cualquier lugar del mundo, da a su documento un peso testimonial que lo ha hecho trascender largamente su tiempo.

Otro registro magnífico es Los diarios de Berlín (1940-1945) (2), de Marie “Missie” Vassiltchikov, una aristócrata rusa que tenía 23 años cuando no pudo regresar a su casa en Lituania y debió instalarse en Berlín a comienzos de 1940. El diario de Missie es un notable documento de época. Con saltos, con meses perdidos, con entradas irregulares, de todos modos cubre la vida cotidiana en Berlín (y en Viena y otras ciudades austriacas en 1945) durante el período de la guerra. No destaca por el estilo, más bien práctico y casi telegráfico en ocasiones, ni por el análisis político, sino como demostración de la capacidad de sobrevivir en una época y en un lugar durísimos. Missie nunca se derrumba, ni siquiera cuando fracasa el atentado del conde von Staufenberg y muchos de sus amigos más cercanos van a dar a las cárceles de la SS. Tampoco deja que se pierda de vista que se trata de una mujer joven, guapa y coqueta, que aprovecha las ocasiones más inesperadas para tenderse al sol y tratar de broncearse. De manera muy injusta, ha sido acusada de superficial y frívola por sus descripciones de fiestas y matrimonios (incluida una recepción en la embajada de Chile), pero su diario también es una fuente inestimable para conocer el horror cotidiano de los bombardeos, la infinita zozobra de conspiradores a punto de ser descubiertos y la fortaleza de una mujer sin aspavientos ni aires de grandeza.

3. ¿Revelación u ocultamiento? ¿Son confiables los diarios? Confiables en qué sentido, cabe también preguntarse. Un escritor, ya a partir del siglo pasado, sabe que su diario será publicado, tarde o temprano, e incluso hay quienes lo han hecho en vida (ya hablaremos de ellos, más adelante). De manera que hay que andarse con cuidado: por más que se trate de una escritura íntima, el fantasma del lector se asoma por detrás del hombro. Es mejor entender el diario, entonces, como otra máscara, quizá más cercana a la piel, quizá más sincera, quizá menos tocada por la vanidad o por la obligación de la escritura perfecta, pero máscara, al fin y al cabo, un ejercicio de escritura que complementa otros fragmentos de la obra.

Quizá quien mejor muestra esta ambivalencia de los diarios íntimos es Thomas Mann. Metódico y hasta obsesivo, Mann comenzó su diario en 1918, a los 43 años, y casi hasta su muerte, 37 años después, escribió en él todos los días. Y mientras, de cara al público y a la historia, cultivaba la imagen del gran señor de la novela, una suerte de efigie petrificada que ya desde el traje impecable, los severos anteojos y la alta espalda ligeramente encorvada imponía una presencia severa y distante, en el diario Mann tejía el otro personaje, la otra cara de la medalla: el hipocondríaco, el enfermizo, el mañoso, el enamoradizo de bellos jovencitos, el estreñido, el insomne, el olvidadizo, el repetitivo. Por desgracia, los diarios de Mann han llegado con cuentagotas, y mal, a las librerías chilenas. Sólo he podido leer un fragmento, el de los años 1937 a 1939 (3), en una edición que escamotea aquello que Mann quiso mostrar tanto en el contenido como en la forma. En efecto, es muy llamativo que alguien como él, tan meticuloso, que armó toda una biblioteca para escribir la monumental tetralogía de José y sus hermanos, fuera, en su diario, tan descuidado y olvidadizo. Pero esta edición española renuncia “conscientemente a la fidelidad en la forma”. Pedro Gálvez, el editor, argumenta que sería un “intento vano el querer reproducir en español las peculiaridades idiomáticas de estos escritos”. ¿Y cuáles son? Errores ortográficos y sintácticos, extranjerismos, “el eterno equivocarse de Thomas Mann con los nombres propios, en los que a veces usa grafías distintas, todas falsas, para uno y el mismo nombre, que hasta puede ser el de un íntimo amigo”. Exactamente lo que me habría gustado ver en el diario de Mann, y no la versión corregida, normalizada y expurgada de repeticiones (y sospecho que Gálvez no leyó José y sus hermanos, escrita precisamente en la década de los 30, donde Mann juega hasta el cansancio con distintas grafías para sus principales personajes).

Juan Villoro, en un ensayo sobre diarios incluido en De eso se trata (4) sostiene que Mann “no deja de verse a sí mismo como una figura egregia, pero se atreve a perjudicarla con sus dolencias y sus deseos inconfesados”. Pero Mann, en su testamento, estableció que su diario sólo podría editarse 20 años después de su muerte: un buen lapso para permitir que la egregia figura se estabilizara en el tiempo, de modo que el perjuicio fuera mínimo. Agreguemos que hay pocos escritores que han imbricado de manera tan radical su vida con su literatura como Thomas Mann. La monumental biografía que escribió Hermann Kurzke (5) es prueba de ello desde el título: Thomas Mann. La vida como obra de arte, aunque el autor invierte, en cierto sentido, los términos. La tesis de Kurzke es que Mann, con mano de hierro, modeló su biografía para ponerla a la altura de su obra; pero ahí entonces se filtra el corrosivo diario de miserias y minucias, el apartado, el sobrante, el desecho, esa repetitiva y monótona crónica de dolores estomacales y temblores del sentimiento que resuena, casi, como excusa ante el lector: vamos, si ya lo dije todo en mis libros, ¿qué más andas buscando?

4. Vida y escritura, escritura y diarios. Ya indiqué que hay diaristas que publicaron sus bitácoras en vida. Hay dos casos ejemplares, Léon Bloy y Julio Ramón Ribeyro, el más notable autor de este género en el ámbito latinoamericano. Pero partamos por Bloy, el profeta, el tonante, el católico acérrimo que veía en los protestantes y en los ingleses a los mayores enemigos de la humanidad. El diario (6) de Bloy es imperdible a pesar de él y su radicalismo ultramontano, en parte por su impresionante capacidad para insultar, increpar y denostar a otros escritores, a políticos, a ignorantes curas de campo, a los ingleses, a sus corresponsales, a periodistas, a todo aquel que se expusiera a su ira portentosa. Lee una novela y truena: “todos los lugares comunes más bajos del periodismo provinciano y la tertulia de pensión para viajantes están ahí, se despliegan en este libro abyecto como si fueran verdades luminosas”. A su contemporáneo Zola, con quien se enfrentó a propósito del caso Dreyfus, lo llamaba “el cretino de Los Pirineos”. Conversa, por obligación, con un cura alemán en un pueblo danés donde vivió un tiempo, y dice que sus “ideas se parecen a esas vacas enfermas que se revuelcan en el barro y a las que hay que levantar a palos cuando se desea ordeñarlas”.

Pero el diario de Bloy es también valioso por el rigor de su razonamiento, aunque uno no lo comparta, y porque transmite una sensación incomparable de autenticidad. El vigor de su ira corre parejo con la fuerza de sus convicciones, y eso ya es admirable. Comenzó ya mayor con el diarismo, cuando tenía 46 años, y siguió en ello hasta su muerte en 1917. Él mismo publicó siete series de los diarios; la última fue publicada póstumamente, en 1920. La edición española ofrece una selección de aquellas, pero también indica que lo publicado corresponde “al Diario aderezado, cortado, y algunas veces reescrito por Bloy”. En Francia se está publicando el Diario inédito, que, según los editores españoles, “además de ser un diamante en bruto, carece del fulgor de éste, aunque constituya, para hablar con propiedad, su ‘verdadero’ diario”. Verdadero o no, la contundente selección publicada por Acantilado es una fiesta para los lectores.

El peruano Julio Ramón Ribeyro es otro diarista incansable que, además, estudiaba el género y escribió un ensayo sobre el tema, publicado en un libro desgraciadamente inaccesible en Chile (7). Durante 44 años, desde los 21 a los 65, llevó un diario, y alcanzó a ver publicadas dos series, correspondientes a los periodos 1950-1960 y 1960-1974; un año después de su muerte se publicó una tercera, correspondiente al periodo 1975-1978.Hay una edición española que reúne las tres (8), pero un confuso lío hereditario ha impedido que se publique el voluminoso saldo que queda inédito. Realmente valdría la pena, a la luz de lo publicado; Ribeyro crece (y fuma, habría que agregar) con su diario, un registro notable de escenas, de lecturas, de conversaciones, de reflexiones, guiadas por una “constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene valor, y hasta una especie de deseo de no realizar una obre definitiva, pues quizá eso me condenaría a no hacer nada más. Es la idea de seguir siempre buscando, y de ahí surge el título, La tentación del fracaso”. El escritor peruano rara vez pierde el tono y esa manera de interrogarse esquiva la vanidad y cautiva por su capacidad para leer el mundo desde esas páginas donde se acumulan las colillas, los vasos de vino, las reflexiones luminosas, las dudas, las influencias, las conversaciones; y también –nunca está demás insistir en que no es lo más importante– el registro de un testigo de la época, que estuvo ahí, como escritor e intelectual, en esos revueltos años en París, en Perú y en otras latitudes.

6. Los aforistas: el diario como borrador. Aclaro de entrada: los diarios de Franz Kafka (9) y Jules Renard (10) son mucho más que una colección de aforismos. En el caso del primero, habría que decir también que ese registro cotidiano es una de sus más grandes obras, por la íntima relación que tiene con su proceso creativo y, también, por su extraordinaria lucidez y capacidad para asistir a su proceso interno y dar cuenta de él. Y sin embargo, ambos diarios, el extensísimo del checo y el del francés, muestran de qué manera la observación cotidiana y la reflexión aguda pueden cristalizar en cientos de epigramas geniales y, en el caso de Kafka, en el borrador, en la pizarra, en el laboratorio donde vida y obra se entremezclan de manera inextricable.

Jules Renard es menos conocido. Es, si se quiere, un autor menor, que vive en la memoria sobre todo por su estupenda novela Pelo de zanahoria (11) más algunos cuentos como los incluidos en La amante (12). Su diario (como suele ocurrir, desgraciadamente, la edición española es una somera selección del conjunto; además, su esposa censuró y quemó muchos pasajes del original) tiene una particular textura: Renard recrea o reproduce conversaciones y encuentros como si se tratara de cuentos o escenas, lo que introduce una clara variación dentro del género: o tenía una memoria excepcional, o hay una severa intervención del autor en esa manera de presentar personajes y situaciones. Pero lo mejor es, sin duda, su capacidad para capturar instantes y depurar sus reflexiones hasta la frase perfecta, casi siempre cargada de ironía, que se convierte, de manera automática, en una cita citable, que puede vivir largamente desgajada por completo del contexto en que nació.

“Si un día muero por una mujer, será de risa”.

“Cuando me dicen que tengo talento no hace falta que me lo repitan: lo entiendo a la primera”.

“Las personas felices no tienen talento”.

“Aunque no habla, se sabe que piensa tonterías”.

“Hay gente tan aburrida que te hace perder un día en cinco minutos”.

“¿Lo que pienso de Nietzsche? Que a su apellido le sobran muchas letras”.

Y así hasta el infinito. Renard es despiadado, consigo mismo y con los demás, pero, sobre todo, es un tremendo creador, que enriquece de manera insospechada los límites del género.

5. El lector posible frente el lector virtual. Escribir un diario íntimo es una operación solitaria aunque se adivine que habrá lectores, aunque se escriba para futuros lectores. Escribir una bitácora en la red es también, desde luego, al menos en su gesto inicial, un acto realizado en solitario, pero esa página está destinada al lector inmediato, al navegante que pasaba por ahí, al que está suscrito esperando que la página se actualice. Hay una insidiosa analogía: el blog destinado a la confesión íntima se parece sospechosamente a ese cuaderno con candado donde personajes como la Pequeña Lulú iniciaban una entrada escribiendo “querido diario”, pero sin candado y en el diario mural de la sala del colegio o en un lugar igual de público y sujeto al juicio de los demás.

Antes de la red –es decir, hasta hace no más de 15 años–, un diario tenía que superar muchas vallas para llegar a lectores masivos. El primer requisito, obviamente, es que se tratara de un nombre conocido o que hubiera estado en el lugar y el tiempo precisos para dar valor a sus apuntes cotidianos; el segundo es que algún editor considerara que la edición de ese diario era una inversión rentable. Nada de eso ocurre en la red, que derriba de una sola vez todas las barreras de entrada al ámbito de la escritura y a la exposición pública de la vida cotidiana. La explosión de los blogs, mucho más reciente aún que el acceso universal a las redes virtuales, está en la base de esa suerte de democratización del acceso a los diarios íntimos. Rosanna Mestre Pérez, de la Universitat de València, hizo un interesante análisis del fenómeno en “Coordenadas para una cartografía de la bitácoras electrónicas: ocho rasgos de los weblogs escritos como diarios íntimos” (13). Entre otras cosas, Mestre apunta al talón de Aquiles de la nueva forma de expresión: la superabundancia “suele comportar un volumen también importante de material poco interesante, repetitivo, escasamente estimulante”, que es lo que sin duda ocurre, pero también hay una nueva valoración de escrituras más informales y toscas que permiten, además, la participación, vía comentarios, de los lectores. De esta manera, el nuevo diario íntimo no sólo se aleja del silencio y del secreto, sino que también incorpora a los lectores en la textura de la bitácora.

Mestre señala, precisamente, la “intervención de los lectores” como la primera característica relevante de los diarios íntimos subidos a la red, y agrega otras siete: “tensión entre lo privado y lo público, juego discursivo entre veracidad y verosimilitud, placer de la escritura, disposición cronológica inversa, gestión de la identidad, fragmentación seriada y redes de información mediante enlaces hipertextuales”. Para un lector habitual de blogs, algunas parecen de Perogrullo, pero otras iluminan mejor el fenómeno, especialmente cuando habla del juego entre veracidad y verosimilitud, cuestión capital para seducir a eventuales lectores, y a la gestión de la identidad (o de la reputación): una manera de hacerse ver, una manera de decir que se existe, o que existimos en la medida en que los otros nos ven. La explosión de las redes sociales –nuevas maneras de vivir en la red o de gestionar una identidad medida por el reconocimiento del otro, como Facebook o Twitter– diluyen, de alguna manera, el ejercicio de la escritura, o lo circunscriben a un número mínimo de caracteres. Se ensancha el espacio democrático de las redes virtuales, pero también obliga a reformular estrategias. Es un fenómeno muy interesante; y, aunque hay bitácoras interesantísimas, investigarlas y seguirlas se torna, cada día más, en una aventura infinita. Finalmente, la excesiva amplitud nos devuelve al barrio, y leemos sólo lo que está cerca de nosotros.


(1) Hay dos ediciones recientes. Una recoge sólo el texto del diario: Diario de guerra 1940-1942. Sexto Piso, Ciudad de México, 2006. 166 páginas. La otra lo incluye junto a otros materiales de la época: Matar a un elefante y otros escritos. FCE/Turner, Ciudad de México, 2009. 389 páginas.

(2) El Acantilado, Barcelona, 2004. 510 páginas.

(3) Plaza & Janés, Barcelona, 1987. 251 páginas.

(4) Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, 2007. 306 páginas.

(5) Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003. 773 páginas.

(6) Diarios. Acantilado, Barcelona, 2007. 732 páginas.

(7) La caza sutil, de 1975.

(8) La tentación del fracaso. Seix Barral, Barcelona, 2003. 680 páginas.

(9) Diarios. Carta al padre.Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2000. 1045 páginas.

(10) Diario 1887-1910. De Bolsillo, Barcelona, 2008. 300 páginas.

(11) Montesinos, Barcelona, 1981. 188 páginas.

(12) Península, Barcelona, 1999. 110 páginas.

(13) En López García, Guillermo (ed.). El ecosistema digital: Modelos de comunicación, nuevos medios y público en Internet. Valencia: Servei de Publicacions de la Universitat de València. pp. 89-107. Disponible en http://www.uv.es/demopode/libro1/MereloTricas.pdf

Etiquetas:

jueves, septiembre 03, 2009

Anatomía de un instante, de Javier Cercas


Hay una suerte de urgencia en la introducción de este libro, llamada “Epílogo de una novela”: una escritura afiebrada e impaciente, apresurada por contar la historia del fracaso de un libro de ficción y la emergencia, en su lugar, de una crónica histórica. Una urgencia llamativa en un texto extenso –13 páginas de apretada letra–, porque no termina de justificar ni su función ni el sentido del libro completo. Cosa, esta última, totalmente innecesaria, al menos en un prólogo: el libro completo debe sostenerse por sí mismo y el lector juzgará al final de su lectura, pero a eso pareciera apuntar Javier Cercas en esta prolongada y acelerada entrada, como si lo más importante fuera explicar por qué él, un novelista de pura estirpe, se vio obligado a renunciar a la ficción. Es que quizá esa renuncia no es tal. O no es sólo de este libro. Cercas tuvo su más resonante éxito con una novela sin duda magnífica, Soldados de Salamina, cuya deuda con la historia y la crónica es enorme. De hecho, la varita mágica de la ficción apenas roza, en algunos casos, las identidades del lado de acá de varios de los personajes, mientras que otros son restituidos sin más como personajes históricos. Aquí puede estar la llave para entender mejor a Cercas y sus justificaciones: aquel sonado éxito despertó al fantasma de convertirse en el autor de una sola obra –o, como diría un melómano anglosajón, un one-hit wonder–, y la obligación de conjurarlo pasa no sólo por la búsqueda de asestar un nuevo golpe a la cátedra, sino también por desterrarlo de su cabeza, y la imposibilidad de novelar el golpe del 23 de febrero muestra que aún está lejos de lograrlo.

Y Anatomía de un instante, justo es reconocerlo, es un excelente libro, un análisis riguroso y detallado hasta el extremo de un suceso que sirve a Cercas para entregar un punto de vista más amplio sobre la transición a la democracia en España y un perfil de sus principales protagonistas. El texto está construido a partir de las imágenes de la televisión en la toma del Congreso; el autor sigue a los personajes principales, los tres que no acataron la orden militar de tirarse al suelo: Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, y en cada capítulo da un avance más en la crónica del frustrado golpe. Su estilo, plagado de reiteraciones y de juegos con paralelismos, similitudes y diferencias, puede ser agotador si el lector se detiene a analizarlo: mejor es pasar por alto esas frases que vuelven una y otra vez, esas palabras que a ratos parecen muletillas, esos circunloquios interminables, y concentrarse en lo sustancial de un relato preciso y angustiante cuyos paralelos con la transición chilena son, a ratos, sobrecogedores.

El Sábado, 15 de agosto de 2009

miércoles, septiembre 02, 2009

El material humano, de Rodrigo Rey Rosa

En sus últimas novelas, Caballeriza y El material humano, el novelista guatemalteco Rey Rosa ensaya una fórmula de ficción que no es nueva, pero que, en su caso, alcanza un notable poder de convicción y eficacia narrativa. El autor se asume también como personaje y protagonista de la novela e incorpora fragmentos de su biografía, así como personajes reales, al relato, aunque, al menos en El material humano, la más reciente, se preocupa de señalar desde el inicio que “aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción”. Al mismo tiempo, la trama de la novela insiste en un tópico que Rey Rosa ha trabajado de manera consistente en varios de sus libros, la violencia política que asoló –y aún continúa afectando- su país. El cojo bueno, Lo que soñó Sebastián y Que me maten si... son algunos de los hitos desde donde emerge la imagen de una Guatemala desgarrada y dolorosa, donde se palpa el miedo y sentirse amenazado no es paranoia, sino una cuestión de supervivencia.

Y acá Rey Rosa conduce su indagación hacia una nueva frontera, de la mano de su personaje-autor, cuya madre fue secuestrada por la guerrilla y que, por esos azares de la vida, cuando comienza a investigar en un gigantesco depósito de archivos de la policía encontrado en un antiguo centro de torturas, roza verdades que no debería conocer. A su manera siempre oblicua y totalmente alejada de la denuncia militante, con la distancia del escepticismo y el auxilio de un estilo ya depurado y decantado hasta alcanzar una notable fluidez, Rey Rosa construye una suerte de tapiz cuyos fragmentos progresivamente adquieren sentido en el conjunto. Una línea narrativa apunta al perfil de un indio maya, Benedicto Tun, que fue el alma de la investigación criminológica en Guatemala hasta los años setenta; otra, a sus viajes y a su relación con B+, su novia; una más, a su labor de investigación en los papeles del archivo; y todo ello fundido con una suerte de diario de vida que incluye sus lecturas y muchas citas que no están allí por obra del azar. Citas no sólo literarias: es inolvidable el listado de fichados por la policía y los delitos que motivaron su detención, un catálogo de culpas que revela, de manera impresionante, la arbitrariedad de la justicia, más allá incluso de los brutales procedimientos que jalonan las páginas. Pero lo más inquietante del libro es la manera aparentemente azarosa y oblicua, por así decirlo, en que el autor se aproxima al fenómeno de la violencia y cómo lo hace latir en estas páginas, sin aspavientos, siempre medido, pero profundamente estremecedor.

lunes, agosto 10, 2009

El diario de Ángel Rama

El uruguayo Ángel Rama es uno de los nombres claves en el desarrollo de la crítica y los estudios literarios en América Latina. Nacido en 1926, murió en un accidente aéreo en 1983 junto a la escritora argentina Marta Traba, su segunda mujer. Dejó atrás una obra enorme, en libros, artículos de prensa, ensayos académicos, colecciones editoriales (quizá su mayor creación, en esta línea, es la Biblioteca Ayacucho) y el diario que llevó a partir de 1974. Pocos meses antes de comenzarlo ocurrió el golpe de Estado en Uruguay; Rama estaba en Venezuela y no pudo volver a su patria. Recién en 2001 se editó el Diario 1974-1983 en su país, y en 2008, en Argentina.

El libro tuvo alguna repercusión en Chile, por la dureza de los juicios de Rama sobre algunos escritores chilenos y sobre la diáspora procedente de este país. Es cierto, Rama no esquiva el bulto a la hora de expresar sus opiniones, más aún considerando que se trataba de un diario escrito más bien por el impulso de la soledad y la dureza del exilio que con el propósito de publicar alguna vez aquellas páginas. Aunque con los diarios, especialmente de los escritores, nunca se sabe: el ojo suele estar puesto en la posteridad aunque se asegure explícitamente lo contrario; y si bien Ángel Rama fue un crítico y estudioso de la literatura, su conciencia del lenguaje y del poder de la palabra era, sin duda, muy poderosa, y algunos pasajes del diario denotan una intención creativa que va más allá del mero registro.

Es cierto que fue duro con los chilenos. Sobre Jorge Edwards, por ejemplo, escribió que "tanto ha reprimido, en el estilo diplomático y aristocrático, sus emociones y sus opiniones, que ha concluido por no tenerlas, consagrándose a una conversación plana de cocktail mundano, intercambiando datos y tramando intereses del momento". Sobre los intelectuales chilenos en general, manifestó su extrañeza ante su propio cambio de opinión. En contraste con las impresiones que se llevó de Chile a mediados de los sesenta, "ahora me parecen 'flojos', bastante mal preparados intelectualmente, algo simples y cerradamente nacionalistas, con un horizonte acorralado, frecuentemente reducidos a debates nimios como de patio de vecindad y muy a menudo dotados de falsa cordialidad, como de un sistema defensivo (ofensivo) basado en la simpatía, tras del cual está agazapado un oportunismo primario".

Pero Rama fue duro con todos. En 1977, antes de que le concedieran el Premio Nobel de Literatura y antes de la publicación de obras como Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera, entre muchas otras, el crítico uruguayo se preguntaba sobre Gabriel García Márquez: "¿Quién es, hoy, Gabo? Parecen no quedar huellas del escritor, al menos como ese escritor fue, él lo sabe y aún trata de jugar con esa imagen superpuesta a la antigua. Tampoco un periodista, pero asimismo no un político, sino algo parecido a ambos términos y diferente: un viajante político-cultural quizás, un agitador, pero no un ideólogo, 'of course', sino un animador o relacionador que opera entre los centros de poder político de la izquierda. Evidentemente eso lo fascina, es su acción, y eso ha sido logrado con la literatura pero nada tiene que ver con ella". Y cuando en 1981 da dos conferencias sobre Cien años de soledad, certifica por un lado "las virtudes que contiene, a manera de un juego gozosamente enrevesado", pero también señala sus defectos, lo que se ve muerto con el tiempo y la "escasa originalidad para la palabra poética" de su autor. Considera a Julio Cortázar su amigo, pero ello no obsta a que, cuando lo escucha hablar de política en ese mismo año, sus palabras le produzcan "desagrado, cólera y más tarde una larga, larga depresión". Y agrega: "a pesar de que sigue siendo un 'literato puro' opina sobre política con tal simpleza, ignorancia de los asuntos y elementalidad del razonamiento, que produce o descorazonamiento o cólera. A mí las dos cosas y concluyo abominando de los escritores metidos a políticos: concluyen haciendo mal las dos cosas".

Con todo, mucho más ácido y crítico fue Rama con algunos de sus compatriotas, con el provincianismo venelozano que resistía la participación de extranjeros en la vida cultural del país (comenzando por los escritores y académicos de izquierda, paradoja que Rama no cesó de señalar), con la sequedad y poquedad de los académicos latinoamericanos afincados en Estados Unidos.

¿Era Rama el prototipo del gruñón, un permanente descontento, una pulga en la oreja guiada por el mero afán de criticar? Sin duda que no. Aunque lo más llamativo del diario es precisamente la severidad y abundancia de los juicios ásperos sobre sus contemporáneos, el paso de la escritura revela, sin pausa, la figura de un intelectual ejemplar. Se puede apelar al tópico -tenía una curiosidad insaciable-, pero es mejor dejarlo hablar a él: "soy de los que lamentarán irse sin haber podido ver y saber más cosas, tanto antiguas como nuevas", dice, explicitando aún más su "voraz (y siempre insuficiente) curiosidad de lo que pasa en el mundo". Y en ese andar muestra también sus amores, sus preferencias, sus experiencias de lectura y de relectura que lo llevan permanentemente a indagar más allá de las obras y su inscripción en la cultura de su tiempo. Y aunque la literatura de América Latina fue el campo en donde Rama trabajó de preferencia, también hay en su diario una fecunda muestra de sus aproximaciones a la literatura universal. El novelón romántico de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo, es una referencia frecuente, entendido como una fuente de ideas cuya universalidad y ambición admiten fecundas aproximaciones a otras obras y épocas.

Esa curiosidad y apertura de Rama es también una suerte de sello de su manera de entender la labor académica. En Venezuela, en España, en Estados Unidos y finalmente en Francia (el diario no abunda en detalles, pero, una vez que asumió Ronald Reagan la Presidencia de Estados Unidos, para los Rama se desató la pesadilla: Ángel fue acusado de "subversivo comunista", le negaron la visa y tuvo que dejar el país), la variedad de tareas que asume es una clara muestra de su excepcional apertura. Alguien podría calificarla de dispersión, pero, si cabe el término, bienvenido sea en su caso, a la vista de la obra que dejó atrás. La Universidad Alberto Hurtado reeditó,hará un año, La novela en América Latina: Panoramas 1920-1980; y la editorial Tajamar, en 2004, La ciudad letrada.

Casi a pie de página: el diario de Rama también es eso, un diario, un registro de lo cotidiano, de su relación con Marta y con sus hijos, de sus malestares dentales, del cáncer de mama que afectó a su mujer, del insomnio, del tabaquismo, del registro implacable del paso del tiempo en su semblante, de las esperas en los aeropuertos, de los paisajes (que lo llevan a posturas cada vez más ecologistas), de su sensación de incompletitud cuando Marta está ausente. Este soporte auténticamente biográfico, menos opinante, más desnudo, lo hace más humano y le aporta una carga de autenticidad que se transmite, sin más, al resto de las reflexiones y opiniones.

Etiquetas: ,

lunes, julio 13, 2009

Mis primeras reseñas de libros de Roberto Bolaño

Estrella distante


Por Roberto Bolaño. Anagrama, Barcelona, 1996. 157 páginas.

Caras, 23 de diciembre de 1996


Aunque su nombre es más bien desconocido en el país, se trata de un novelista chileno que ha tenido un enorme éxito de crítica. Sobre todo, con La Literatura nazi en América (Seix Barral, Barcelona, 1996; 237 páginas), una novela cuya impresionante eficacia narrativa radica en la superposición de territorios imaginarios -el mapa literario de América sobre el mapa de la narrativa nazi- y de ambos sobre el trazado cultural y geográfico del continente, en un revelador y apasionante juego de sombras y contrastes.


Estrella distante es ni más ni menos que la extensión a novela de uno de los episodios de la obra anterior a Bolaño, Ramirez Hoffman, el infame. En Concepción, antes del golpe militar, un personaje inquietante deambula por los talleres literarios de la Universidad penquista, integrados mayormente por personajes que hablaban “en argot o en jerga marxista mandrakista”. Es poeta, efectivamente, pero su escritura tiene algo de distanciado, de ajeno, que pone nerviosos a sus interlocutores. El golpe revela su verdadera identidad: se trata del capitán de aviación Carlos Wieder, cuyo concepto del verdadero arte está demasiado lejos de los modelos convencionales. No es sólo la estela de muertes tras de sí lo que convierte a Wieder en un personaje de leyenda, sino su particular y siniestro credo estético. Su trayectoria es seguida de lejos por el narrador, tanto en Chile como en el exilio, con la fascinación y el terror que despiertan los personajes de múltiples caras y una sola idea.


La estructura no es, obviamente, convencional, pero su novedad pasa casi inadvertida al ritmo de una trama que no otorga respiro al lector. Espacios, texturas y personajes de rara originalidad dan cuerpo a una obra notable por su capacidad de remecer las convenciones –literarias y sociales– vigentes en el país.


Una escritura tan poderosamente original y reveladora merece mucho más difusión de la que ha tenido. Aunque, como suele ocurrir en el caso de los que realmente valen, la recomendación “boca a boca” ha significado que los libros de Bolaño desaparezcan con rapidez de las vitrinas.


Llamadas telefónicas


Por Roberto Bolaño. Anagrama, Barcelona, 1997. 205 páginas.

Caras, 23 de enero de 1998


La aparición de Bolaño en nuestro medio literario, aún cuando ya había publicado cinco libros de poesía y tres de narrativa, se produjo bruscamente con la distribución de sus dos siguientes obras, Historia de la Literatura nazi en América y Estrella distante, ambas de 1996. Con la mayor parte de su trayectoria realizada en España y sumamente reacio a dar entrevistas, el autor de Llamadas telefónicas mantiene abierta una curiosidad que sólo puede satisfacerse mediante la lectura de sus libros: y aquí está su estupenda colección de cuentos para hacerlo.


El libro está estructurado en tres partes, cada una titulada como el último relato de cada sección (y a su vez, el de la primera parte el título al conjunto total). Y efectivamente, aunque de manera elástica y casi imperceptible, los relatos de cada subgrupo tiene rasgos comunes. En el primero, los personajes son escritores o tienen alguna ligazón con la literatura; en el segundo, “Asesinos”, la muerte –o la amenaza de muerte– es una presencia más leve o más poderosa, pero constante; y el último, “Vida de Anne Moore”, reúne cuatro relatos sobre mujeres. Pero más allá de esta división, el libro denota una sorprendente continuidad y coherencia en el estilo al que Bolaño comienza a acostumbrarnos: historias de personajes que están en el margen, en algún margen, en el borde de la desesperación, de la sicosis, del desarraigo; historias que se construyen, sin embargo, en el tono casi monocorde de lo más cotidiano y vulgar de cualquier existencia. Paralelamente, Bolaño asume plenamente el juego de la cita, de la parodia, de la literatura dentro de la literatura, multiplicando las referencias sin que ello se haga sentir en la lectura. De hecho, en lo que también parece ser su marca de fábrica, remitir a su propia obra, uno da los mejores relatos del libro -“Joanna Silvestri”– es la ampliación de un fugaz episodio de Estrella distante. Hay que señalar, también, que Bolaño se muestra aquí como un maestro en los finales abiertos, cuestión siempre difícil de resolver en las narraciones cortas.


El denso mundo narrativo de Bolaño recorre lugares de muy diversa geografía; España, en muchos cuentos, pro también México, Rusia, Estados Unidos, Chile. Las referencias políticas y sociales están aquí asumidas como parte de la realidad, y no como un factor desencadenante de la trama, lo que multiplica la eficacia narrativa de esta propuesta. En síntesis, Bolaño confirma aquí todas sus virtudes que lo señalan inequívocamente como el escritor más promisorio de su generación.


La pista de hielo


Por Roberto Bolaño. Planeta, Santiago,1998. 188 páginas.

Caras, 11 de diciembre de 1998


El escritor chileno Roberto Bolaño vino al país, tras más de 20 años de ausencia, al lanzamiento de esta novela, publicada previamente y en edición limitada en 1993 como ganadora del Premio de Narrativa Ciudad Alcalá de Henares. En consecuencia, este libro es anterior a las obras que lo abrieron una gran ventana en el ámbito literario hispanoamericano, La literatura nazi en América, Estrella distante y Llamadas telefónicas. No por ello, sin embargo, se trata de una obra menor u olvidable; al contrario, revela, una vez más, la extrema ductilidad de estilo de Bolaño y marca también algunos de los temas que no cesa de invocar en el conjunto de la narrativa más interesante que ha producido un escritor de esta generación.


La pista de hielo se sitúa en el balneario de Z, en la costa mediterránea catalana, un pueblo que vive su esplendor en los meses de verano y languidece en calma durante el invierno. Tres narradores alternan sus voces: un chileno poeta y escritor, Remo Morán, responsable de un texto delirante, “San Bernardo” –resumido en uno de los capítulos-, protagonizado por un santo, un perro o un hombre que responde al nombre de Bernardo. Pero Morán vive de tiendas de bisutería, hoteles, bares y campings, alejado por completo de la escritura. El segundo narrador es un poeta mexicano, lejano amigo de Morán, que asume un trabajo como guarda del camping de este último. El tercero es Enric Rosquelles, funcionario del municipio, un gordo con una alta opinión de sí mismo. Circulan además por sus páginas una bella patinadora, una joven vagabunda que suele portar un enorme cuchillo, una revenida cantante de ópera que vive de la caridad, un misterioso mendigo que responde al apodo de El Recluta, y una pequeña galería de personajes que completa el reparto de una trama cuyo rumbo se encamina, inequívoco, a la tragedia, pero con un lenguaje, una distancia y una saludable dosis de humor negro que evitan toda tentación de exagerado dramatismo.


La trama es simple, con contrapuestas historias de amor, con una estafa de por medio y un solitario caserón, el palacio Benvingut, en donde se concentran los hilos del relato. La pista de hielo podría leerse como una historia policial, puesto que hay un crimen de por medio; pero basta conocer un poco la narrativa de Bolaño para advertir, de entrada, que lo que importa es otra cosa, no el cuchillo o el asesinato, sino la vida marginal y castigada de la mayoría de los personajes, cuya búsqueda errabunda parece limitarse a encontrar un lugar en donde apenas sobrevivir. Parece: porque la historia, aun con esos ingredientes y personajes, abre paso a otras realidades, a otros encuentros, a aquello que el lector atento sabrá descubrir y apreciar.


Los detectives salvajes


Por Roberto Bolaño. Anagrama, Barcelona, 1998, 616 páginas.

Caras, 22 de enero de 1999

A
un ritmo vertiginoso, Roberto Bolaño ha ido construyendo la obra más significativa y poderosa de la narrativa chilena de las últimas décadas. Tras la edición en Chile de la Pista de Hielo, una de sus primeras obras, vino pronto desde España su más reciente y más ambiciosa obra, Los detectives salvajes, de una extensión correspondiente con el espíritu que anima sus páginas. Abarcadora y total, pone en movimiento temas ya característicos de la narrativa de Bolaño: el exilio de su más amplia acepción, o, más bien, el desarraigo como una característica de los tiempos; la vida de los escritores y el sentido (o sin sentido) de escribir; la instalación del azar como un poderoso motor de la narración.

Los detectives salvajes abre con el extenso diario de un poeta mexicano, Juan García Madero, en 1976, que narra su encuentro con los poetas real visceralistas y sus dos líderes, el chileno Arturo Belano (alter ego del autor) y el mexicano Ulises Lima. Concluye el diario cuando ellos tres y Lupe, una prostituta mexicana perseguida por su patrón, huyen hacia Sonora, con la tarea de descubrir las huellas de Cesárea Tinajero, poetisa fundadora de un movimiento que antecede y prefigura la estética real visceralista. En este punto, la novela abre paso a su sección más extensa, entregada a una multiplicidad de voces que narran sus encuentros a veces sumamente laterales con Belano y Lima, que se prolonga hasta 1996; y, finalmente, retoma el relato García Madero, con lo que ocurrió después de su partida hacia Sonora.


Tal vez uno de los rasgos más notables de esta novela es el doble juego entre la investigación de Belano y Lima tras las huellas de Cesárea Tinajero y la investigación, por así decirlo, del narrador tras las huellas de Belano y Lima. Los personajes de la novela son los testigos de esta búsqueda. Cada uno en escenarios tan diversos como Barcelona y Tel Aviv, París y Viena, Nigeria y Nicaragua aporta una pieza al puzzle, aunque en muchos momentos sus historias alcanzan un perfecto nivel de autonomía, relatos dentro del relato, cuentos que podrían leerse en forma independiente, pero que son, en realidad, parte de una novela extraordinaria en la que Bolaño despliega sus recursos narrativos y su desencantada visión del mundo. Con un rigor asombroso, el autor somete a juicio a toda la literatura latinoamericana del siglo y a buena parte de la historia, siempre en nombre del empeño de sus personajes protagónicos por descubrir las huellas secretas que pueden revelar el sentido de la poesía y de la vida.

No se equivocan ni exageran los críticos que comparan esta novela con Rayuela y otras obras fundacionales del boom de los sesenta. Bolaño ha elaborado una propuesta compleja y múltiple, que, nuevamente, reinventa el arte de escribir novelas y remece el sentido de la escritura.


Amuleto


Por Roberto Bolaño. Anagrama, Barcelona, 1999. 154 páginas.

Caras, 21 de julio de 1999


En esta columna se habló de Los Detectives Salvajes como la gran novela del desarraigo latinoamericano, que exploró tres décadas de la convulsa historia (literaria y política) de este continente. Uno de los muchos episodios de este vasto frasco cuenta la historia de una poetisa uruguaya que permaneció quince días encerrada en el baño de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de México en 1966, cuando el ejército y los granaderos violaron la autonomía universitaria y detuvieron o expulsaron a todos los habituales ocupantes del campus, excepto a Auxilio Lacouture. Es este episodio el que Roberto Bolaño, conforme a un procedimiento ya habitual en su narrativa, extiende a novela. Novela breve y menor, según indicó el autor en una entrevista reciente, porque está escrita en primera persona, y las grandes obras, según él se escriben en tercera persona. Independientemente de la validez de esta provocativa afirmación, lo cierto es que Amuleto no “pesa” lo mismo que la anterior, sin por ello dejar de ser una estupenda novela.


¿Por qué Auxilio Lacouture y sus quince días encerrada en el baño? ¿Por qué este episodio, entre tantos otros que dan para entender el riquísimo mundo narrativo del autor, es el que quedó como deuda pendiente dentro de Los Detectives Salvajes? Se debe, probablemente, al carácter emblemático que los hechos de 1968 (la toma de la Universidad y la matanza de la Plaza de Tlatelolco) tienen para la década de los sesenta. Y se da aquí una curiosa paradoja: Amuleto es una de las novelas más políticas del autor y, sin embargo, es también la que más se deja llevar por el ritmo poderoso del sueño y el delirio de la poetisa encerrada en el baño, que revive e inventa sin transición escenas o historias en donde se pierde completamente la distinción entre la historia y la fantasía. Sucesivos fantasmas asoman en la conciencia errante de Auxilio y el hilo de la narración oscila y vuelve permanentemente a la luna que recorre las baldosas, mientras ella, con su boca privada de dientes, se tapa pudorosamente la boca cuando enfrenta a sus personajes, a sus recuerdos, a sus fantasías, a los seres evocados por su delirio. Entonces va tomando forma un oblicuo (y no por ello menos eficaz) homenaje a quienes lucharon por cambiar el mundo en esos años. Un antiguo mito griego se enlaza con los vaivenes de la política latinoamericana y los frustrados intentos revolucionarios, dos tragedias en una y gran fuerza y sentido para dotar a Amuleto, pese a su carácter menor, de un papel central en la narrativa de Roberto Bolaño.


Monsieur Pain


Por Roberto Bolaño. Anagrama, Barcelona, 1999, 171 páginas.

Caras, 7 de enero de 2000

Escrita a comienzos de la pasada década, esta novela de Bolaño (publicada originalmente con el título de La Senda de los elefantes) pertenece al grupo de obras que el autor señala como “dinosaurios” dentro de su trayectoria de escritura, al igual que Consejos de un discípulo de Joyce a un fanático de Morrison, escrita junto a Antonio García-Porta, y La Pista de Hielo, reeditada por Planeta en Chile. Y si bien ésta última ya puede asimilarse, aunque sea lateralmente, al ciclo narrativo que gira en torno a Los detectives salvajes, las dos primeras responden a otras obsesiones y rumbos.

Consejos…es una obra sumamente curiosa, que funde reflexiones literarias con las andanzas de una pareja de jóvenes sicópatas asesinos de Barcelona, muchos años antes de que el cine de Hollywood popularizara el tópico. Monsieur Pain, con el mérito de ser la primera novela, enteramente escrita por Bolaño, contribuye en varios sentidos a afirmar la cronología y el recorrido del autor. Partamos por lo más circunstancial: la novela ganó dos premios y fue editada, lo que está narrado en uno de los cuentos de Llamadas telefónicas. Estos premios, según la nota escrita por Bolaño para esta edición, son los más importantes que ha recibido, “premios búfalo que un piel roja tenía que salir a cazar pues en ello le iba la vida”. El escritor a la intemperie, en el descampado, tuvo finalmente la recompensa por sus desvelos, lo que no disminuye en nada su reconocimiento por los primeros trofeos.

En un sentido muy diferente, Monsieur Pain revela a un Bolaño ya dueño de su talento narrativo, pero con un tono distinto y algo rígido todavía en el desarrollo de la historia, aunque ésta, desde luego, ya evidencia algunas de sus obsesiones y temáticas. Por de pronto, la relación con los libros y la literatura; el argumento circunda y rodea al poeta César Vallejo, agonizante en un hospital parisino, y los textos sobre el mesmerismo o curación por la hipnosis son abundantemente citados. El epígrafe cita a quien más contribuyó a divulgar esa teoría, Edgar Allan Poe, con su relato Revelaciones mesméricas. Pero sólo lo rodea, puesto que la historia cuenta de una oscura conspiración que tiene en su centro al poeta y al mesmerista Pain, llamado a última hora para tratar de sanar al enfermo. En sus intentos por acceder a Vallejo, Pain va encontrando personajes siniestros de ocultas motivaciones y conoce la existencia un París sepulcral y siniestro muy distinto del habitual. Y, como suele ocurrir con Bolaño, nada es simple y todo giro de la novela, por inexplicable que parezca, tiene un sentido oculto. Así, una conspiración conduce a otra, a acontecimientos ya lejanos en el tiempo. Esas verdades acechan a un tranquilo, tímido y algo timorato Pierre Pain, que a sus cuarenta y tantos años sólo ha descubierto formas calmadas de resistir la angustia, y sólo terminan de ensamblarse en el Epílogo de voces: la senda de los elefantes que cierra el libro con datos biográficos (o datos simplemente) sobre algunos de los personajes del libro.

En suma, una novela con algo más que valor arqueológico, que muestra un narrador fuera de su círculo habitual con personajes distintos y en otro entorno, que trae ecos de lecturas y preocupaciones probablemente ya superadas o, mejor dicho, trabajadas y transformadas en las obras posteriores que han merecido el justo reconocimiento de la crítica y los lectores.

Etiquetas: , ,

miércoles, julio 01, 2009

Vila-Matas: un punto sin retorno. Una lectura de hace diez años

Publiqué este artículo en el número 10 del suplemento "Diagonal", del desaparecido diario El Metropolitano, el domingo 25 de julio de 1999. Vila-Matas vino a Chile pocos meses después y sus paseos por Tunquén y la celebración del Año Nuevo en el hotel Brighton de Valparaíso alimentaron la escritura de El Mal de Montano, su siguiente novela.

La narrativa de Vila-Matas
Un punto sin retorno

Enrique Vila-Matas es, más que catalán, rigurosamente barcelonés. Desde esas coordenadas ha nacido y crecido una de las narrativas más desafiantes del nuevo auge de la narrativa española. Las contratapas de los libros de Vila-Matas suelen com­placerse en señalar que se trata de un escritor de culto, con seguidores entu­siastas e incondicionales en todos los puntos del planeta, un culto que se comparte y se difunde como un secreto que a nadie le interesa guardar para sí.

Su proyecto narrativo reconoce íco­nos claros: Borges por un lado, Perec, Calvino y todo el Oulipo por otro, más una selección de clásicos como el Melville tardío, Sterne, Conrad, Bioy Casares y otros. La línea es clara, la lite­ratura como un juego de doble fondo, el juego como contraparte de la escritura. Cuando relata sus inicios como periodis­ta en la mítica revista Fotogramas, cuenta que escribió, con total desparpajo, un artículo sobre Nabokov sin haber leído una sola línea del escritor. En su colección de artículos El viajero más lento, recoge una entrevista a Brando inventada de principio a fin simplemen­te porque no pudo traducir del inglés el texto que le había llegado. Publicada en octubre de 1970, diez años después Vila­-Matas descubrió públicamente el fraude, sin el menor remordimiento, por supuesto. Es que todo el mecanismo de su narrativa reposa sobre los dobles y triples niveles de lo que suele llamarse realidad, a través de obras que derechamente rompen con el formato de la novela, o lo subvierten desde otros códigos en un molde sólo aparentemente conven­cional.

En el prólogo a Historia abreviada de la lite­ratura portátil, Vila-Matas describe a los escritores que forman parte de la “conspiración shandy”, selecto grupo de pintores, filósofos y escritores como Walter Benjamin, Marcel Duchamp, Georgia O'Keefe, Federico García Lorca, el satanista Aleister Crowley y muchos otros: “Escritores turcos de tanto tabaco y café que consumían, héroes de esa batalla perdida que es la vida, amantes de la escritura cuando ésta se convierte en la experiencia más divertida y también más radical”. Estas palabras bien pueden aplicarse al autor, especialmente lo referido a la radicalidad del proyecto de escritura y de lo que significa, para Vila-Matas, optar por la literatura. También en El viajero más lento reco­ge una presentación de su libro Suicidios ejempla­res: "Nunca sabe uno bien dónde se mete. La lite­ratura, al exigirle al escritor la máxima ambición, es el lío más monumental que conozco. Porque desde el primer momento uno ha de compararse con los mejores". De ahí, de esa tensión creativa que demanda la máxima exigencia, Vila-Matas formula, quizá sin quererlo, quizá con toda la deli­beración posible, su poética: “Me satisface que en definitiva se haya puesto en pie por fin mi más antiguo proyecto literario: el de exponerme siem­pre a la hora de escribir, tal como proponía Michel Leiris cuando hablaba de ese continuo estar expuesto a sí mismo mientras el asta pasa por donde existe el acero del dolor: ‘introducir por lo menos la sombra de un cuerno de toro en una obra literaria’”.

Porque, a pesar de lo dicho sobre las relaciones de Vila-Matas con los grandes lúdicos de la litera­tura universal, su narrativa, tras la apariencia de liviandad, tras su calidad de portátil, como diría un shandy, es tremendamente seria. Suicidios ejem­plares suena como una trivialización de un tema generalmente considerado en sordina o en la cró­nica policial. Pues bien, Vila-Matas lo explora hasta sus últimas consecuencias y, si no llegó a sui­cidarse él mismo, es porque el libro no es perfecto: “Y es que, como decía Faulkner, si un escritor rea­lizara la obra perfecta, sólo le quedaría el suicidio”.

Vila-Matas es un escritor prolífico. Y no es per­fecto, claro, lo que lo mantiene en el mundo de los vivos (y a propósito de vivos y muertos y de cielos e infiernos, en otro artículo notable por su humor el autor revela el anagrama diabólico de su nombre: E. Vila-Matas, leído al revés, es Satam Alive). Entre sus obras destacan la citada Historia abreviada de la literatura portátil, un juego literario de exce­lente ley que borra todas las fronteras entre la crónica y la invención, entre el libro verdadero y la cita imaginaria, entre los personajes reales y las historias que los convirtieron en mitos. Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos conforman un díptico de extraña naturaleza: si en el primero es el tema el que da unidad a un conjunto de relatos, en el segundo el procedimiento es, aparentemente, el mismo, pero con la sorpresa adicional de que una ligazón argumental los recorre de punta a cabo. En sus novelas más recientes, que a estas alturas deberían ser llamadas “novelas-novelas”, Vila-Matas toma el molde convencional y lo rompe desde dentro, desde asuntos cotidianos que lenta y casi imperceptiblemente se van transformando en historias extraordinarias que nunca dejan de sorprender.

Extraña forma de vida, de 1997, gira formalmente en torno a la redac­ción de una conferencia literaria. En los dilemas de quien la escribe, un frus­trado novelista que habitualmente repi­te la misma cantinela y cuyo mayor motivo de trastornos es que está ena­morado de dos hermanas y no puede resolver con cuál de las dos quedarse, y en los recorridos temáticos del posible texto, Vila-Matas aventura toda una teoría acerca del mirón (vale decir, acerca del novelista) y teje una diverti­dísima historia sobre los celos y las veleidades del amor. Y si en Lejos de Veracruz, de 1995, el protagonista sentía que a sus 27 años ya habían terminado sus posibilidades de vida y a partir de ese agotamiento se teje la ficción, en El viaje vertical, de 1999, Federico Mayol, Mayol para sus amigos, jubilado y con sus bodas de oro ya bien celebradas, es arrojado bruscamente a la intemperie de la vida de separado y se asoma al descubrimiento de una nueva posibilidad de empezar.

Esta última novela ha terminado de asentar el reconocimiento de la crítica y del público hacia la obra de Vila-Matas. El pie forzado de un anciano con toda su vida a la espalda que inicia un viaje de iniciación al estilo más clásico de la narrativa ale­mana del siglo pasado, es resuelto de manera notable, con esa suerte de marca de fábrica que brinda la mezcla de la liviandad, el humor y la ironía (cuando no el sarcasmo) con los temas obsesivos de la muerte, el agotamiento y el fin del amor. Mayol, un personaje común y corriente, un hombre hecho a pulso y sin mayor espacio para las sutilezas y menos para los refinamientos de la cultura, descubre para sí mismo y para el lector que siempre hay otros destinos posibles, y que todo encuentro, por tardío que sea y con el objeto que sea (en su caso, el ámbito de la cultura), puede dar un giro a la historia, tal vez ese giro que todos esperamos que se dé alguna vez en la vida, el giro hacia una vida más vida, aunque sea en el umbral de la muerte.