lunes, octubre 29, 2007

Madres, huachos, mitos, ollas

Texto de la presentación que hice de Madres y Huachos, de Sonia Montecino, en la Feria del Libro el domingo 28 de octubre.


Madres y huachos inscribe su tarea reflexiva en el ámbito de la academia. Lo digo de entrada porque hay que situar el libro entre sus pares y en su contexto, es decir, la discusión y la investigación, desde la antropología, la sociología y la historia, de los factores que contribuyen a formar la identidad de los chilenos como nación.

Identidad que, por supuesto, no podemos considerar como un dato fijo e inamovible, que nos deja como única tarea descubrir sus bordes y contornos. Al contrario, libros como Madres y huachos avanzan en la tarea no de descubrir, sino de fijar –aunque sea de manera transitoria- aquellos bordes y contornos, las líneas fluctuantes donde se cruza la historia con el presente, el perfil que emerge cuando realmente se indaga, sin temores ni restricciones, en los datos que entrega la realidad.

Leía hace poco un libro magnífico, Exégesis de lugares comunes, de León Bloy, un escritor furibundo y temible polemista, que reduce al ridículo más absurdo las frases hechas que salpican aún la conversación cotidiana; frases que se presentan con el carácter de sentencias fundadas en la tradición, tan irrebatibles como cargadas de sabiduría ancestral. Y no pude menos que relacionar aquel libro, tan distinto al que nos convoca hoy, simplemente por el hecho de leerlos en
paralelo, al menos en un aspecto.

Sonia Montecino sitúa las discusiones en torno a la identidad y el género en la perspectiva científica y académica, con abundante trabajo de campo y bibliografía al día; y, sobre esas bases, es capaz de describir y proponer nuevos territorios, nuevos elementos que iluminan mejor lo que somos y lo que queremos ser.

Es una actitud radicalmente distinta a aquella que encontramos en otros planos de la vida cotidiana, precisamente en aquellos donde abundan los usuarios de los lugares comunes. Y por supuesto que los resultados a los que arriba son también totalmente distintos. Es frecuente escuchar o leer, entre nosotros, frases como “es que la raza es la mala” o “El chileno es flojo y bueno pal copete”, afirmaciones que, o bien se fundan en una idea de raza totalmente superada por la antropología, o bien traslucen grotescas simplificaciones. Peor aún, sin embargo, son los lugares comunes con carta de respetabilidad, tal como los que desmenuza y destroza Bloy y que también Sonia Montecino, de manera menos explícita, reduce a polvo. “Chile es
homogéneo racial y culturalmente”, se oye decir. “En Chile no somos racistas”. “En Chile no existe el problema de integrar a los pueblos indígenas, como en Perú o Bolivia”.

¿Qué subyace aquí, de manera encubierta? Mi interpretación, que no aspira en modo alguno al rigor y la sistematicidad, es que este tipo de afirmaciones trata de eludir una cuestión clave para entender quiénes somos, que Sonia Montecino sí enfrenta con claridad y rigor en sus libros: el mestizaje que da forma a la nación chilena. Todo el reclamo de homogeneidad y la aspiración europeizante, me parece a mí, es un intento por esconder un origen que a lo menos inquieta y que bien probablemente avergüenza. Lo sorprendente es que aquel reclamo, a la luz de la historia, a la luz de los porfiados hechos, no resiste el menor análisis. Sonia Montecino propone, con Aguirre Beltrán, que hablemos de “Mestizoamérica”, para resaltar, dice, “el rasgo cultural más sobresaliente de nuestro continente”; y, sin embargo, la marca de la latinidad –invento francés- que dio origen a Latinoamérica, o la marca geográfica, muy conveniente desde el punto de vista de la diplomacia, que creó la expresión Iberoamérica, son muchísimo más populares.


Pero hay
una cuestión algo más sutil. Se escucha decir también, con frecuencia, que nuestra cultura se alimenta de una doble herencia, la europeo occidental que llegó desde España y la que nos legaron los pueblos originarios. Pero, si se hila fino detrás de aquel discurso, se advierte que el componente local, por así decirlo, queda prontamente reducido a su carácter arqueológico o, en el mejor de los casos, artesanal. Tenemos gredas y tejidos con motivos autóctonos: a ello parece quedar reducida la herencia cultural de los pueblos originarios. El idioma que utilizamos, los programas escolares, el desarrollo tecnológico, las pautas religiosas y sociales, provienen, en su inmensa mayoría, de la herencia cultural europea, y eso no produce rubor alguno. Al contrario, frases hechas como “los ingleses de América Latina”, aunque suelen ser motivo de bromas, encuentran un terreno fructífero no en razón de su desmesura, sino en razón de su sintonía con la secreta aspiración europeizante de quien la enuncia o la escucha con complacencia.

No lo digo con ánimo denigratorio. Yo creo que ahí hay una cuestión compleja, cuya manifestación discursiva tiene mucho de involuntario. Quizá sea hora de intentar desnudar lo que se esconde tras los lugares comunes o la fácil apelación a la tradición; pero, en principio, debo re
conocer que no sólo es la postura más fácil, sino también la más lógica, atendidas nuestras pautas de consumo cultural. Escribo sobre libros, sobre libros escritos o traducidos al español, sobre el gran fondo de la tradición de lectura y escritura que viene desde griegos y latinos. No puedo tirar la primera piedra.

Lo que quiero destacar de Sonia Montecino, en éste y en otros de sus libros, es que ella, aunque escriba inscrita en la misma tradición, sí es capaz de remover las aguas. Cuando me enfrenté a su
Mitos de Chile: diccionario de seres, magias y encantos, sentí que estaba recorriendo de nuevo un paisaje familiar, fijado en la memoria de la infancia, de los viajes, de las conversaciones; un paisaje conocido, pero que hasta entonces permanecía como un fondo difuso y profundamente enterrado en la trama de los recuerdos. Para mí fue una revelación. Y ahí entendí entonces, de mejor manera, el alcance y la dimensión de Madres y huachos, un libro de horizonte académico, sí, y por ello al alcance de relativamente pocos lectores, pero con mucho que decir a todos los potenciales lectores de Chile, a los que recibirán el maletín y a los que no lo recibirán.

Lo mismo me ocurrió, en una medida diferente, con La olla deleitosa. Cocinas mestizas de Chile, que recorre la geografía culinaria y sitúa en el amplio mapa de las referencias culturales algunos de los platos que forman parte del paisaje cotidiano.

No quiero escamotear aquí un dato básico: la autora va mucho más allá de todo lo dicho hasta aquí. De hecho, Madres y huachos enuncia el tema del mestizaje cultural, pero desde ahí avanza a los temas que más interesan a la autora, los temas de género, más específicamente el lugar de la mujer y de la madre en la estructura social y cultural de Chile y de América Latina, y el lugar –o no lugar- del padre ausente, que producen esa otra marca identitaria, con toda probabilidad también dolorosa e hiriente, del huacho.

Esta edición agrega, además, una segunda parte con artículos y elaboraciones más recientes, lo que convierte a este libro en nuevo, cuestión que justifica nuestra presencia en esta Feria, tan estricta en prohibir el lanzamiento de reediciones. Que esté compuesto de artículos abre una perspectiva diferente, lo que habitualmente se conoce como work in progress; un libro que crece y gana en perspectivas, que se comenta a sí mismo, que se enriquece progresivamente, que gana en profundidad gracias a la paciente reelaboración y descubrimiento de nuevos datos, elementos, enfoques y miradas.

Es, en suma, un libro nuevo, nuevo y distinto; y, aunque no lo fuera, sin duda que la recepción de los lectores lo será, porque el país es otro. Vivimos en un país con una Presidenta mujer, un país en donde temas como el machismo, la discriminación positiva hacia las mujeres en candidaturas parlamentarias y municipales y el femicidio –real y político- están en la agenda pública. Uno podrá concordar o no con la manera en que fueron enunciados o en las conclusiones de los distintos actores, pero sin duda que se trata de un fenómeno positivo, que ojalá ejerza alguna influencia en el estado actual de las cosas, donde la valoración diferencial de lo masculino y lo femenino erige, según la autora, “un andamiaje de desigualdades” que sirve de soporte a las percepciones subjetivas y a las prácticas sociales. Ya lo dijo Gabriela Mistral, autora que ha vuelto a la palestra pública gracias a los archivos de Doris Dana: habrá senadoras y, cita Sonia Montecino, serán “palomas entre cóndores”, capaces de establecer una nueva línea de movimiento que vaya “de la tierra a la mesa, de lo tangible a lo factible”.


Qué bueno sería entonces que el abordaje de estos temas se hiciera sobre la base de aportes tan sustantivos e iluminadores como los de esta nueva versión, que no edición, de Madres y huachos; y que los lugares comunes perdieran la descarada impunidad de que gozan hoy. Este libro debería pasar de la esfera académica que le dio origen a las conversaciones cotidianas. Y por eso, porque no soy ni académico ni especialista en temas de género, me alegra mucho haber podido presentar este libro, un libro importante que merece toda la difusión posible.

miércoles, octubre 17, 2007

Postales del Imperio, 1: Sir Richard Burton

Somalía:

Los nativos del país son esencialmente comerciantes, que se han sumido en la barbarie por su situación política -la burda igualdad de los hotentotes-, pero parecen poseer cualidades suficientes para una regeneración moral. Como súbditos ofrecen un favorable contraste respecto a sus parientes los árabes del Yemen, una raza tan indómita como los lobos que, invadida por los abisinios, persas, egipcios y turcos, ha conservado siempre un inquebrantable espíritu de libertad y ha conseguido quebrar siempre el yugo de la dominación extranjera.

Árabes:

Durante media generación hemos sido amos y señores de Aden, llenando la zona sur de Arabia con nuestros calicós y nuestras rupias. Sin embargo, ¿cuál es allí el actual estado de cosas? Los beduinos nos desafían a abandonar el parapeto de nuestras pétreas murallas y luchar como hombres en el llano, los protegidos de los británicos son asesinados dentro del radio de alcance de nuestras armas, nuestros pueblos aliados han sido quemadosa escasa distancia de Aden, nuestros desentores sonn bienvenidos, nuestros delincuentes y fugitivos reciben protección, se nos corta el suministro con demasiada frecuencia, la guarnición ha sido reducida a una lamentable condición por obra de un bandido semidesnudo -el perverso Bhagi, que asesinó a sangre fría al capitán Mylne, sigue deambulando sin castigo por las montañas-, los insultos más ofensivos son la única respuesta que hemos escuchado a nuestras propuestas de paz, la bandera inglesa ha sido mancillada impunemente, nuestras naves habían recibido órdenes de no actuar si no era en defensa propia, y nuestra renuncia a atacar fue interpretada como simple cobardía. Así es, y así será siempre, el carácter árabe.

La paz indeseable:

"La paz -afirma un sabio moderno- es el sueño de los sabios; la guerra es la historia del hombre". Abandonarse a tales sueños denota un escaso sentido de la realidad. No fue su "política de paz" la que dio a los portugueses unas posesiones litorales que se extendían del lago Non a Macao. Tampoco fueron designios pacíficos los que ayudaron a los antiguos otomanos a alzarse victoriosos en los desiertos de Tartaria y de ahí viajar a Aden, Delhi, Argelia y las mismas puertas de Viena (...). El filántropo y el economista político quizá abriguen la esperanza, al protestar contra la expansión territorial, al abogar por una frontera compacta, al abandonar las colonias y buscar el "equilibrio", de que mantengamos nuestro merecido puesto entre las grandes naciones del mundo. ¡Nunca! Los hechos históricos nos hacen llegar a inalterables conclusiones: las razas progresan o retroceden, se enriquecen o caen en el olvido: los hijos del Tiempo, al igual que su padre, deben permanecer en constante movimiento".

Etiquetas: ,

lunes, octubre 15, 2007

Mujeres en guerra, 4: Margarete Buber-Neumann


Muy pocas mujeres, y muy pocos hombres, habrán vivido para contarlo. Es que el destino de Margarete Buber-Neumann es tan trágico como insólito: militante comunista desde los años veinte, casada con uno de los intelectuales alemanes del partido, huyó a la Unión Soviética tras el ascenso de los nazis al poder, en 1933. Cuatro años más tarde, en el peak del infierno paranoico de Stalin, Heinz Neumann fue detenido por sus desviaciones ideológicas y su rastro se perdió en las prisiones moscovitas. En 1938 fue el turno de Margarete. Tras varios meses en la Butirka, la prisión preventiva de Moscú, fue condenada a cinco años de reclusión, castigo que cumpliría parcialmente en Karaganda, gigantesco campo de concentración en medio de la estepa de Kazajstán.

El desolado páramo estaba apenas habitado por tribus de pastores nómades, y la extensión del Gulag a aquellas regiones tenía esencialmente propósitos colonizadores. Los presos debían cumplir tareas agrícolas, mayormente, en puntos situados a muchos kilómetros del campo central de Karaganda, así como preparar las condiciones para la explotación de yacimientos mineros en el sector. Apenas hay testimonios gráficos de instalaciones que en realidad eran chozas de barro y trochas infernales por donde traqueteaban camiones y carretas. Buber-Neumann tuvo la mala idea de protestar ante las autoridades del campo por la arbitrariedad de su detención, lo que le significó cumplir su pena en barracones de castigo. Sorpresivamente, a comienzos de 1940, fue llevada de vuelta al campo central y de ahí a Moscú, donde pasó unos meses excepcionalmente bien alimentada y bien tratada en la Butirka. El paso siguiente muestra con insólita crudeza una de las consecuencias más viles del tratado de no agresión que Stalin y Hitler suscribieron en 1939: los alemanes prisioneros del gulag, en su mayoría comunistas que habían huido de los nazis, fueron devueltos a estos últimos en Brest-Litovsk, la ciudad polaca que había pasado a ser la frontera entre ambas dictaduras.

El destino de Margarete fue el campo de concentración de Ravensbrück, en el norte de Alemania, donde llegó a comienzos de agosto de 1940. Diseñado más como un campo de trabajo que de exterminio, las condiciones de vida no eran tan extremas como en Auschwitz, Mathausen o Bergen-Belsen. No más de cien mujeres murieron en el primer año de estancia de Buber-Neumann en Ravensbrück, campo que continuó creciendo para proveer de mano de obra a los talleres de costura de la SS, que fabricaban todos los uniformes de la organización, y a Siemens, empresa que instaló fábricas (y luego barracones para las reclusas) a un costado del campo principal. La dieta era dura, pero soportable, y uno de los refinamientos del régimen de castigo consistía en la obligación de dejar las camas hechas (con sábanas y frazadas) de manera impecable en un reducidísimo lapso de tiempo. En otros lager, ya el jergón de paja era un lujo y el resto de los artículos, inexistentes.


A Margarete le asignaron distintas funciones durante su permanencia en el campo. Por dos años fue la jefa del bloque de las Testigos de Jehová, el barracón más organizado, ordenado, limpio y saludable de todo el campo, utilizado también para recibir a las visitas al campo. Era duro, pero contaba con la excepcional disciplina y rigor de las reclusas, que hacían una cuestión de fe mantener el orden y la limpieza.

Conforme avanzaba la guerra, el campo se fue llena
ndo de gente, las condiciones empeoraron muchísimo y las cifras de mujeres muertas ascendió violentamente. Buber-Neumann desempeñó diversas tareas, incluyendo trabajo esclavo en la Siemens, y sobrevivió, según ella señala en el libro, porque "era fuerte física y psíquicamente; siempre supe guardar un cierto respeto hacia mí misma; siempre encontré personas para las que yo era necesaria; siempre tuve la suerte de compartir la felicidad de la amistad, de las relaciones humanas". Una de sus grandes amigas fue Milena Jesenská, la última novia de Franz Kafka, llevada desde Praga a Ravensbrück, donde murió a comienzos de 1944. El origen de este libro está en la amistad con Milena y el mutuo compromiso que asumieron de contar lo que habían vivido.

El fin de la guerra acarreó otro desafío para Margarete: trasladarse desde Ravensbrück, en el territorio conquistado por los r
usos, al oeste alemán, en manos aliadas. Temía, justificadamente, que volver a caer en manos soviéticas implicaría prolongar su vida de reclusa. También lo logró, para dar testimonio y cumplir con su compromiso con Milena Jesenská.

El libro, con todo lo terrible que es la experiencia de Margarete, tiene también una clara intención ideológica, la denuncia del engaño tras los ideales comunistas. No es que Buber-Neumann apruebe los lager nazis, o que los encuentre menos brutales o menos asesinos; es que se extinguieron con la guerra y, al momento en que ella escribía, el gulag soviético gozaba de muy buena salud. Hay toda una línea narrativa sobre casos de ceguera aún ante la propia desgracia y de fanatismo aún en las peores circunstancias, línea que, para lectores contemporáneos, es un tanto excesiva: a nadie hay que convencer hoy de las aberraciones del estalinismo. En la perspectiva de la guerra fría, sin embargo, no cabe duda de que el testimonio de Margarete, con su afán de denunciar todos los totalitarismos, fue considerado en muchos casos como un insumo más en la batalla por las ideas. La perspectiva del tiempo devuelve su libro a lo esencial, a la experiencia casi única de haber comprobado, en su propio cuerpo, que el lager y el gulag son la misma cara de la misma moneda.

Etiquetas: ,

jueves, octubre 04, 2007

El maletín literario


Habría que comenzar por recordar uno de los usos de maleta en el habla popular criolla. A la maleta es a mansalva, pero probablemente derivado de a la mala y no del artefacto que suele acompañar a las personas en sus viajes (aunque también hay mochilas, bolsos marineros, bolsos a secas, baúles y algo más). De maleta deriva maletín, es decir, maleta chica, que acompaña a las personas, más comúnmente a los hombres, en sus trámites cotidianos, para transportar papeles, libros, colaciones, condones, útiles de escritorio y vaya a saber uno qué más. No confundir con el bolsón, reservado antaño a los escolares que hoy usan mayoritariamente mochilas; un adulto con bolsón lleva maletín, no bolsón. El maletín podría ser, entonces, la pareja de la cartera, reservada exclusivamente a las mujeres, aunque algunas de ellas van por la vida de maletín, que no de maleta o de mal genio.

49 libros ocupan aproximadamente un metro lineal de estanterías. Depende del grosor de los volúmenes, claro está, pero cualquier orden basado en categorías tales como autor, tema o t
ítulo será necesariamente aleatorio respecto de variables como peso, número de páginas o centímetros de lomo y así, aunque, por ejemplo, en la letra D encontremos a Dostoievski representado por Los Hermanos Karamazov, libro obligatoriamente generoso en centimetraje lomístico, la tendencia será que cada 49 volúmenes se ocupe un metro lineal de estantería (precisemos: bien apretados, sin aire, de manera que hasta cuesta sacarlos, caben 55, promedio elaborado sobre una base estadística de aproximadamente tres mil volúmenes; pero así no vale, la idea es que puedan entrar y salir, que lleguen otros, en fin, que haya libertad de movimiento en la estantería).

Tema que nos conduce de manera directa a un problema que se acentuará en los 130 mil hogares de bajos ingresos que suelen vivir en casas o departamentos sumamente reducidos y de mínimo mobiliario, si se exceptúa, por cierto, a los electrodomésticos (el censo y la Casen demostraron que faltará la plata, pero no la tele de hartas pulgadas, mejor si es de plasma, o el refri). Ya se sabe, en todo caso, que cada maletín no tendrá todos los volúmenes, sino una selección distribuida aleatoriamente, de manera tal que cada familia recibirá, pongamos por caso, 12 libros (distintos, en su mayoría, de los que recibió el vecino). El total será distribuido en unos seis mini maletines, representativos maletín madre, que a estas alturas podríamos denominar tranquilamente maleta.

Sea entonces maleta de 49 o maletín de 12 más diccionario, se mantendrá el problema enunciado en el párrafo anterior: ¿dónde guardarán los libros? El requerimiento, en términos de metros lineales de estantería, se reduce a 25 centímetros. Poca cosa, pero, sin duda, inexistente en la inmensa mayoría de aquellos hogares. Habrá superficies planas, sobre la cómoda, por ejemplo, si la hubiera, o sobre algún mueble similar, en cuyo caso sólo se requerirá de un par de sujeta libros, objetos que, por algún atavismo hasta ahora inexplicable, solían contarse en el tipo de trabajos manuales que tenían o tienen que realizar los educandos.

Claro está que existe el riesgo cierto de que se invierta el orden de los factores y en este caso sí que se altera el producto. Bien puede suceder que los libros, en lugar de recibir un lugar dentro del mobiliario disponible, se incorporen a él cumpliendo alguna otra función. Alguien me contó la anécdota de una señora que no hallaba qué hacer con sus libros, porque ya tenía tres. Sí, tres. De manera que perfectamente pueden pasar a dejar de ser libros, es decir, objetos destinados a la lectura, para convertirse en taco para equilibrar la pata coja de la mesa, posa vasos, velador y lo que sea que dicte la imaginación del usuario.

En breve, creo que la iniciativa del maletín literario se basa en la falacia de que basta que la gente tenga acceso a los lib
ros para que se conviertan en lectores. Quizá Steven Levitt, el autor de Freakonomics, tuvo algo que ver con ello, al demostrar que existía una correlación positiva entre la existencia de libros en los hogares y el rendimiento escolar, mejor donde hay y peor donde no hay libros. Ocurre que eso es lo que puede demostrar Levitt con los números, pero no hay que ser un halcón para ver que la correlación real está en que, donde hay libros, suele haber personas que leen libros; y que, donde no hay libros, suele haber personas que no leen libros. Para fomentar el hábito de la lectura en los niños, entonces, hay que hacer leer a los adultos, y ello requiere mucho más trabajo y motivación que recibir un regalo que para mucha gente será tan exótico como un ornitorrinco cruzado con un puercoespín.

No quise ser maletero, aclaro.


miércoles, octubre 03, 2007

Mujeres en guerra, 3: Liana Millu


Liana Millu nació en 1914 en Pisa, Italia, en el seno de una familia judía. Se dedicó al periodismo, pero poco pudo ejercer, tanto por su condición de judía como por su oposición al régimen fascista. En 1943 se incorporó a la Resistencia. Arrestada por la Gestapo en marzo de 1944, fue deportada al complejo de Auschwitz-Birkenau, en el sur de Polonia, sobre la margen del río Vístula. Tuvo la fortuna de ser trasladada, luego de algunas semanas, al campo de Ravensbrück, en Alemania, y luego a Stettin, en el noroeste de Polonia, a trabajar en una fábrica de armamentos.

Sobrevivió al terrible recorrido, del cual hubo un lugar que le dejó la marca más indeleble. En 1947 publicó El humo de Birkenau, seis relatos que Primo Levi, también sobreviviente de Auschwitz, describió en el prólogo co
mo "el más conmovedor de los testimonios italianos" sobre la experiencia del lager, campo de concentración o -en el caso de Auschwitz-Birkenau- campo de exterminio.

Levi cierra así su texto:
De cada uno de estos itinerarios humanos en un mundo inhumano surge un aura de tristeza lírica, incontaminada por la cólera o el lamento desgarrado, de dolorosa sabiduría mundana, que demuestra que la autora no sufrió en vano.
De manera algo oblicua, Levi enlaza aquí con su propio testimonio, contenido en la ejemplar Trilogía de Auschwitz. El primer libro, Si esto es un hombre..., apareció por primera vez en 1947, el mismo año en que Millu publicó el suyo; y en un epílogo añadido en 1976, el químico italiano atribuyó señaló que, en alguna medida, había podido escribirlo gracias a
la voluntad no sólo de sobrevivir, común a todos, sino de sobrevivir con el fin preciso de relatar las cosas a las que habíamos asistido y que habíamos soportado.
La voluntad de ser testigo, de dar testimonio, de no haber sufrido en vano, es la clave de lectura para la narrativa testimonial sobre el Holocausto y el lager. El registro de Millu, empero, es más demoledor que las páginas
de Levi. En ambos hay distancia, en ambos hay una ausencia de rencor que torna más punzante y terrible su testimonio; pero, mientras Levi traza una crónica lineal de su experiencia en el campo, Millu elige seis momentos, seis historias, seis vidas que se truncan, seis tragedias que cortan la respiración y que devuelven, casi por necesidad, a tratar de completar la interrogante de Levi: si esto es un hombre, ¿qué es, en qué consiste y dónde termina la condición humana?


Vista aérea del complejo de Auschwitz-Birkenau. Levi estuvo en Auschwitz 1, al costado superior derecho de la fotografía; Millu, en la parte sur de Birkenau, en los pabellones vecinos a los hornos crematorios.

Es que estas historias sobrecogen porque, detrás de cada personaje que desaparece arrastrado por la fría rutina del exterminio masivo, se adivinan cientos, miles, millones de tragedias individuales; cada muerta, cada muerto, portaba una carga de esperanzas y el legítimo anhelo de vivir. En los tableros de madera del lager, en la
s filas para recibir el aguachirle de nabos que semejaba el almuerzo, había espacio para la ilusión, la esperanza y la afirmación de la vida; pero, tal como lo muestra de manera tan atrozmente eficaz Liana Millu, el sentido del campo era, precisamente, truncar toda esperanza, matar toda vida, hasta que el humo de los crematorios terminara de esparcir su amargo tufo.
Y todo era sólo humo. Humo sobre los campos de concentración, la ciudad y el burdel; humo sobre la maldad y la inocencia, la sabiduría y las locuras, la muerte y la vida.
Quizá la historia más terrible es La clandestina. Reasignada a una nueva función, Liana conoce a Maria, judía alemana que también lleva poco tiempo en el campo, que guarda un secreto amparado en la loca esperanza de que pronto llegará el fin de la guerra: espera un hijo. A mujeres en esas condiciones, las hacían abortar antes del ingreso al campo; si el embarazo estaba muy avanzado, la mujer pasaba directo al crematorio. Maria lo ocultó y, tras meses de fajarse el vientre, ya no puede seguir ocultándolo.

Una noche celebran una fiesta judía en el barracón. Cuando vuelven a sus sitios, Liana y Maria se asoman por uno de los estrechos ventanucos de la pared:
Vimos el cielo nocturno rojo y resplandeciente debido a las enormes llamas que se elevaban sin interrupción de las torres de los crematorios y rodeaban el campo entero con una alta corona de fuego, visible desde las casas de Auschwitz, desde las casas de los campesinos, desde los poblados más lejanos.

"Esta noche sí que queman en Birkenau", comentaría tal vez aquella gente.
Lo cierto es que, al otro día, se acelera, para Maria, el reloj de la tragedia. Es descubierta; a partir de ese momento, para evitar escándalos, cumplirá tareas en el barracón, pero es, simplemente, una manera de disminuir sus fuerzas con mayor rapidez. Sin embargo, cuando llega el momento, hasta las más duras guardianas asisten a la parturienta, de noche, a la luz de las velas, y el milagro de la vida aún en esas condiciones de inhumanidad las vuelve, por un momento, a vidas anteriores y, sobre todo, a la esperanza en el futuro, al dicho que se repite con insensata fe: "El año que viene, la libertad". El resto es previsible, pero no por ello menos demoledor.

Etiquetas: ,