domingo, junio 28, 2009

El Diccionario de Autores Latinoamericanos de César Aira

Artículo publicado en Caras en marzo de 2001. Sin vacilar vuelvo a recomentar este libro, un utilísimo manual de consulta que conviene tener cerca (aunque parece estar agotado incluso en las librerías argentinas que revisé ahora). El "perspicaz crítico español" mencionado es Ignacio Echevarría; no sé por qué no lo puse así en su momento.

El Quién es Quién de César Aira

Vino a Chile a presentar, en la Feria del Libro, su Diccionario de autores latinoamericanos, una obra monumental, más notable por su mirada crítica que por su erudición, por su comentario descolocador que por sus no siempre correctas bibliografías.

“El secreto mejor guardado de la literatura argentina”, dijo, respecto de César Aira, un perspicaz crítico español. Perspicaz porque lo dijo hace ya años, cuando el infatigable escritor nacido en Coronel Pringles, un punto en medio de la vasta extensión de la pampa, publicaba, sin el menor eco entre la crítica o el público, una o dos novelas por año en editoriales pequeñas y desconocidas.

Ahora, César Aira sigue siendo un escritor extravagante y minoritario, pero, al menos, ha salido del anonimato. Su reciente visita a Chile, a la Feria del Libro, tuvo como razón de ser la presentación de su Diccionario de autores latinoamericanos, editado conjuntamente por Emecé y Ada Korn Editora (esta última, una de las primeras en confiar en la extraña y sugestiva propuesta narrativa de Aira, y responsable de la primera edición de este texto, en 1985), un grueso volumen que sube de las 600 páginas y que cubre, nada más y nada menos, cinco siglos de literatura latinoamericana (es decir, Brasil queda incluido), con otra salvedad: el autor decidió no incluir a “autores surgidos en los últimos veinte años”, contados, naturalmente, a partir de la primera edición del libro. Con la fecha de 1965 se cierra, entonces, el límite cronológico de un diccionario que lo es, dice Aira, “sólo por estar ordenado alfabéticamente”, y que se dirige, más que a los eruditos, al lector, y dentro de esta especie, “a los buscadores de tesoros ocultos”.

Hay que decir, en todo caso, que el Diccionario de autores latinoamericanos es un tesoro en sí, no sólo por su carácter de guía hacia obras o autores perdidos en el tiempo o la geografía, sino también por su aproximación irónica y carente de prejuicios hacia el conjunto de la narrativa latinoamericana. No hay vacas sagradas, dice Aira, aunque, ojo, tampoco es parco para reconocer méritos donde los hay. Ambas cosas quedan claras con una mirada –necesariamente azarosa, al menos en la elección de las citas- a los 122 autores chilenos incluidos en el volumen.

De la obra de María Luisa Bombal dice que es “algo lánguida y con pronunciadas caídas a la cursilería”; en cambio, Aira sostiene que Joaquín Edwards Bello es “uno de los grandes novelistas chilenos, quizá el mejor entre Blest Gana y Manuel Rojas”, y no escatima elogios a El roto: “magistral”, “perfecta novela naturalista, sin lastres”. José Donoso queda, como se ve, fuera del trío mayor, y su obra no desencadena el entusiasmo de Aira, que se explaya brevemente sobre “sus dos grandes novelas, El obsceno pájaro de la noche y Casa de campo, respectivamente feísta y preciosista”.

Y si vamos a los poetas, el extenso apartado dedicado a Neruda no contiene ni un solo juicio de valor sobre su obra; de Nicanor Parra, en tanto, Aira dice poco –por ejemplo, que su poesía ha sido tan influyente como la de Neruda en su momento, “pero mucho más inimitable”, y que su genio poético le da “una irradiación peculiar, única”, lo que hace que “tomarlo por maestro puede ser peligroso”. Con Gabriela Mistral es mucho más expresivo: “hay en ella un horror al lugar común, del que huye corrigiendo cada verso hasta darle esa desarticulación de collage sonoro que caracteriza su prosodia, y la hace tan hermosa”.

Pero mucho más revelador es Aira cuando escribe sobre perfectos desconocidos. Una obra como la que escribió no puede prescindir de los autores consagrados, pero puede jugar ampliamente con el número de los que restan. Allí Aira no sólo da rienda suelta a a su erudición, sino también a su humor oblicuo y su afición por el detalle insólito. Veamos: Enrique Bunster es un “autor de curiosa especialización: la Polinesia, sobre la que Chile mantiene un remoto reclamo territorial”. José Antonio Soffia “representa la poesía seria, patriótica y consoladora”. Ventura Marín, tras publicar dos libros de filosofía, enloqueció, y entre 1839 y 1860 estuvo internado en conventos. Luego mejoró y se dedicó a escribir extensos poemas narrativos, entre los que destaca Vitis mística o instrucción sumaria sobre las principales jornadas del camino de la perfección. Y suma y sigue: un tesoro inagotable.

El boom en el Diccionario

Fiel a su aversión a la hipocresía, Aira no titubea para decir que el primer y el último libro de cuentos de Julio Cortázar, escritos con 30 años de diferencia, son intercambiables, aunque mucho mejor es el primero. De Sábato tiene una pésima opinión: “sobre su robusto sentido común, sobre sus ideas convencionales y políticamente correctas, era imposible ajustar pretensiones de escritor maldito o endemoniado, o tan siquiera angustiado”. Y si Carlos Fuentes recibe un tratamiento neutro, Vargas Llosa es puesto en su lugar con una certera afirmación: una vez recompuesto el puzzle que suele armar con varios relatos paralelos, “la narrativa de Vargas Llosa es estrictamente realista”. Y, definitivamente, Gabriel García Márquez no es del gusto de Aira: La hojarasca es un “ejercicio faulkneriano algo endeble”; La Mala Hora, “una crónica pueblerina a lo Faulkner, pero escrita en el estilo de Hemingway”; Cien años de soledad, un “colosal éxito de crítica y ventas”.

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jueves, junio 25, 2009

Rubem Fonseca


Ya escribí en este blog una nota sobre El caso Morel, la primera novela que leí de Rubem Fonseca. Rescato ahora dos que publiqué anteriormente, una en la revista Caras, en agosto de 2001, y otra reciente, en El Sábado.

La Cofradía de los Espadas

Por Rubem Fonseca. Editorial Norma, Bogotá, 2001. 124 páginas.

La narrativa brasileña tiene grandes nombres como los de Machado de Assis, Joao Guimaraes Rosa y el más conocido de todos, Jorge Amado, que murió hace pocos días, el 6 de agosto. Pero, lamentablemente, Amado es el prácticamente el único presente en nuestras librerías. Lo mismo ocurre con Rubem Fonseca, otro gran escritor brasileño. Hace mucho que están agotadas sus novelas Pasado negro y El gran arte, editadas por Seix Barral; El cobrador, volumen de cuentos, editado por Bruguera; y por ahí quizá se puede encontrar Agosto, publicada por Norma.

Fonseca, que ya superó los 75 años, es abogado, especializado en derecho penal. De ahí viene, muy probablemente, lo que ha sido el sello característico de su obra, una genial reelaboración del género policial negro ambientado en su país, con las armas de la sequedad, la precisión y un inimitable estilo que pasa por encima de todo lugar común posible. Empezó a escribir tarde, a los 38 años, cuando ya había tenido la oportunidad de apreciar y palpar muy de cerca la feroz violencia que recorre los paisajes urbanos de Río de Janeiro, así como aquella derivada de las experiencias dictatoriales tan desgraciadamente frecuentes en América Latina. Ese sello se prolonga en tres cuentos de La Cofradía de los Espadas, donde el lector encontrará personajes familiares en la narrativa de Fonseca: asesinos a sueldo, asesinos en serie, asesinos que lucran con los cuerpos. Demás está decir que se trata de cuentos notables, que advierten y recogen matices inesperados. En este sentido, la narrativa de Fonseca se ha enriquecido y abre paso a otras vertientes, no sólo en aquellos cuentos, sino, sobre todo, en el resto del volumen. “La fiesta”, por ejemplo, es una feroz sátira a las costumbres y las normas de la alta burguesía brasileña; “AA” es un cuento que une dos líneas, una historia de amor y un cuento cómico, en una sola trama. Lo mejor que tiene es la gradación de los efectos: lo que se inicia como una historia potencialmente siniestra, que predispone al lector a un nuevo recuento de la maldad humana, deviene en una historia amable y divertida como pocas. El cuento que da título al volumen es breve y de un desatado humor negro. Una secreta cofradía de hombres unidos por su pasión por el ejercicio de la sexualidad descubre secretos inconfesables, pero también terribles, porque los segregan de la comunidad y los vuelve unos absolutos extraños. Y sólo dos páginas tiene el último, un breve poema que narra el encuentro de una pareja unida también por el apetito sexual: “Era un pacto de incendio,/Contra ese espacio de rutina gris entre/El nacimiento y la muerte que llaman/Vida.” Y la narración más extensa, que ocupa alrededor de un tercio del volumen, es también la más extraña. Es una especie de obra de teatro, estructurada en torno a la clasificación de los placeres que hace Sócrates. En realidad, se trata de su refutación, porque el filósofo ubica los placeres que acompañan el conocimiento y las sensaciones en quinto lugar; pero, para Fonseca, “el deseo es inagotable”, y eso rompe la jerarquía. Pero no es una especulación filosófica, sino una historia también muy divertida y rupturista, que propone una lectura absolutamente original de la imaginería en torno a los nombres de Romeo y Julieta. Así, aunque la forma empleada hace más difícil la entrada al texto, basta muy poco para entrar en el juego de Fonseca y abandonarse al placer de la lectura.

Agosto de 2001, Caras

Sábado 27 de Diciembre de 2008
Leer: El gran arte

Perdí un diente, dice Ada, la mujer del abogado conocido como Mandrake, protagonista de varias obras de Rubem Fonseca, y se pone a llorar. En realidad, lo que le ocurrió, precisamente por acompañar a Mandrake, es muchísimo más grave. “Parecía más pequeña y frágil, una vieja asustada”, piensa el abogado, antes de que ella decida abandonarlo, incapaz de lidiar con sus fantasmas.

Todo ello es un episodio más, y menor, incluso, en la vasta trama de El gran arte, la novela más extensa y ambiciosa de Fonseca. Publicada originalmente en 1983, tuvo una edición española, por Seix Barral, largamente agotada en las librerías; esta nueva edición, a cargo de una editorial chilena y con una nueva traducción (a ratos desconcertante, por la aparición de gruesos chilenismos donde uno menos lo espera), rescata con plena justicia una obra mayor de la narrativa latinoamericana del siglo XX, donde el gran fresco de la violencia que azota muchas ciudades de la región queda retratado a la perfección. La trata que soporta este retrato no sólo corresponde a la mejor tradición de la novela negra, con abogados y policías siguiendo un rastro jalonado de cadáveres; además, se sumerge en la densa trama social del Brasil, en la espesura de los privilegios, en la crueldad de las discriminaciones, en la soberbia de los poderosos, en la brutal iniquidad que condena a los débiles. La primera parte, “Percor” (por “perforar y cortar”, nombre de una división de la policía especializada en el uso de armas blancas), pone en escena a los personajes. Una cinta de video perdida va marcando un rastro de sangre −incluyendo las heridas de Mandrake y de Ada−, que en algún momento se cruza con una operación de contrabando de cocaína. La segunda, “Retrato de familia” amplía la mirada hacia la historia de una prominente familia de Río de Janeiro. Dos primos, especialmente, concentran el foco del narrador. Decadencia y perversidad parecen ir de la mano en esta crónica de época. La violencia desencadenada en la primera parte no se atenúa, aunque ocurre más distanciada, en la segunda, y casi siempre bajo las reglas del “gran arte”, el arte de escoger el cuchillo adecuado y darle el uso que corresponde para lograr la mayor efectividad posible en la tarea de matar rápido. Mandrake cita a un poeta griego: “Tengo un gran arte, hiero duramente a aquellos que me hieren”. La posible metáfora del poema se torna, en esta novela, en despiadado apego a la letra. El carismático Mandrake, entre sus puros, la afición a la buena comida y sobre todo a las mujeres, un adicto al sexo que resuelve con elegancia e ironía su vocación polígama, es el hilo conductor −y narrador de buena parte del libro− de una historia amplia y revulsiva, cruel y descarnada, implacable en su retrato de la miseria humana, magistral en su desarrollo.

Tajamar Editores, Santiago, 2008. 319 páginas.

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domingo, junio 21, 2009

El lenguaje y la vida cotidiana en el Tercer Reich

Sigo con el rescate de textos. Escribí este artículo en 2002 y no lo publiqué en ningún medio (no porque no quisiera, claro).

El legado de un filólogo

Victor Klemperer, un judío que vivió en la Alemania nazi desde que Hitler se hizo con el poder en 1933 hasta la sangrienta caída del régimen. Un filólogo eminente y escritor compulsivo que salvó la vida gracias a su esposa aria, Eva Schemmler, y que arriesgó la de ambos al escribir día tras día, en su diario, la crónica de la vida cotidiana bajo el Tercer Reich, de la que extrajo también un penetrante estudio sobre los lenguajes totalitarios.

Lingua Tertii Imperii

La lengua del Tercer Imperio, del Tercer Reich, fue designada por Klemperer por su sigla latina por un probable principio de autocensura que, en realidad, de muy poco le hubiera valido si la Gestapo hubiera descubierto sus diarios. Sólo dos años después del término de la guerra publicó LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, que fue editado en español por Editorial Minúscula, Barcelona, recién en 2001.

Pocos ejemplares de este libro ejemplar -valga la redundancia- han circulado en Chile. Lo mismo ocurre con la edición de sus diarios, editados por Galaxia Gutenberg con el título de una de las entradas, Quiero dar testimonio hasta el final, que suman casi dos mil páginas. Ambos libros están inextricablemente ligados. LTI es una reflexión más tranquila y distanciada sobre la época, donde Klemperer abre más espacio para la teoría, aunque también el libro tiene un marcado carácter autobiográfico y testimonial. Los diarios, en cambio, son la materia prima para aquella reflexión, sin tamiz alguno, con las repeticiones e imperfecciones que es posible esperar, pero que así logran quizá transmitir con mayor eficacia el horror interminable a que se vieron sometidos los Klemperer y el puñado de judíos que vivió en Dresde durante la guerra. Son también páginas de inmensa ternura, de un inclaudicable amor por la vida y una muestra notable de rigor profesional: aún en medio de la tragedia que día a día mostraba nuevas facetas y rigores, el filólogo se empeñaba en su tarea de registrar, clasificar y describir las características del lenguaje en una sociedad totalitaria.

Klemperer se salvó de la muerte por estar casado con una mujer alemana, factor que le permitió seguir vivendo en su ciudad, aunque en condiciones cada vez más penosas; luego, cuando casi al final de la guerra el partido nazi ordenó la ejecución de los pocos judíos que todavía residían en territorio alemán, el bombardeo que redujo Dresde a escombros (un acto brutal por donde se le mire y totalmente innecesario a esas alturas de la guerra) permitió al matrimonio Klemperer huir de sus perseguidores e iniciar un peregrinaje que concluyó tras la derrota total del nazismo.

Klemperer, hasta 1933, ejercía como profesor de literatura francesa en la universidad local. No quiso abandonar el país cuando el régimen nazi ascendió al poder, tal como lo hizo, por ejemplo, su primo, el director de orquesta Otto Klemperer; como tantos judíos alemanes, se sentía perfectamente integrado y para nada ajeno a la cultura del país.

Se resistía a adentrarse en la cultura nazi. “¿Para qué leer textos nazis? ¿Para amargarme la vida más de lo que me la amargaba la situación en general?”, se preguntaba, eso sí, muy al principio, cuando la persecución era moderada, y se refugió en su trabajo, la literatura francesa del siglo XVII, hasta que le prohibieron el uso de la biblioteca. Entonces asomó como objeto de estudio la LTI, observada en la vida cotidiana, en los diarios, en las proclamas, en los discursos. Y es que, para él, el famoso dístico de Schiller, “la lengua culta que crea y piensa por ti” se llenó de un significado muy distinto del estético que habitualmente se le atribuía: “¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas?”. Según Klemperer, “el nazismo se introducía en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica a inconsciente”.

Esas son las expresiones que rastrea y documenta en medio de indecibles dificultades. Hay una anécdota reveladora, tanto de su situación como del tono general del libro, que rehúye la autocompasión y muestra, incluso, humor en el relato de la desgracia:
“Nunca, nunca en toda mi vida, un libro me hizo retumbar tanto la cabeza como el ‘Mito del siglo XX’ de Rosenberg. No porque supusiera una lectura extraordinariamente profunda, difícil de comprender o estremecedora para el alma, sino porque Clemens me golpeó durante varios minutos la cabeza con aquel tomo. (Clemens y Weser eran los torturadores especiales de los judíos de Dresde y se los solía clasificar como el ‘pegador’ y el ‘escupidor’).
-¿Cómo te atreves, cerdo judío, a leer un libro así? –gritó Clemens. Le parecía una profanación de la hostia. -¿Cómo osas tener una obra de la biblioteca de préstamo?”.
El libro había sido pedido por la esposa aria de Klemperer, lo que lo salvó, en esa oportunidad, del campo de concentración. A pesar de las enormes dificultades para su trabajo de campo, el filólogo persistió en la escritura de su diario y registraba el creciente predominio de la LTI en Alemania, incluidas las víctimas, los judíos, que también veían cómo su expresión cotidiana se contaminaba por ese omnipresente bombardeo de palabras y expresiones.

Una de las grandes virtudes del libro es que muestra sin alardes la experiencia de judíos viviendo en territorio nazi. El texto se abre con una introducción donde se pone en el tapete el concepto de heroísmo, que, adoptado por la LTI, siguió contaminando el habla alemana hasta mucho después del fin del Tercer Reich. Conversando con estudiantes alemanes después de la guerra, Klemperer define posiciones y habla de lo que verdaderamente puede considerarse una actitud heroica bajo ese régimen, una oblicua, pero, sin embargo, explícita manera de rendir un homenaje a su esposa:
“Sé de un heroísmo mucho más desolado, mucho más silencioso, de un heroísmo que carecía del apoyo a la pertenencia de un ejército, a un grupo político, que carecía de cualquier esperanza en un futuro esplendor y que se encontraba en la más absoluta soledad. Me refiero a las pocas esposas arias (no fueron muchas) que se resistieron a todas las presiones para que se separaran de sus maridos judíos.”
Pero es la LTI el hilo conductor de este libro, escrito tras muchas dudas y vacilaciones sobre lo que debía hacer con el material acumulado en los diarios. Tomó la decisión de escribirlo tras el encuentro con una refugiada berlinesa que había estado un año en la cárcel y cuyo esposo, militante comunista, había pasado de la celda a un batallón de castigo.
“¿Por qué estuvo usted en la cárcel? pregunté.
Pues por ciertas palabras... (Había ofendido al Führer, los símbolos y las instituciones del Tercer Reich).”
Entonces decide escribir el libro, “por ciertas palabras”, por las siglas, por la puntuación, por palabras como “fanático”, a la que dedica, con pasión de filólogo, un capítulo entero. Es que la LTI no se caracteriza por su riqueza (al contrario, es de un pobreza abrumadora) ni, en general, por los nuevos vocablos; más bien desplaza el significado de las palabras y, a fuerza de repetirlas, termina por hacerlas abarcar un ancho campo semántico. Una palabra que estaba, hasta entonces, “a medio camino entre la enfermedad y el crimen” pasó a ser de uso cotidiano, a tal punto que fue progresivamente degradándose. Fanático “significaba la exacerbación de conceptos tales como ‘valiente’, ‘entregado’, ‘constante’ o, para ser más preciso, una concentración gloriosa de aquellas virtudes, y hasta el más mínimo matiz peyorativo desapareció del uso habitual de esta palabra por parte de la LTI” (aunque el mismo Hitler, en Mein Kampf, habla despreciativamente de los “fanáticos de la objetividad”, recuerda Klemperer). Se prestaba un “juramento fanático”, se realizaba una “profesión fanática de fe”, se tenía una “fe fanática” en los mil años que duraría el nazismo. Hasta que, de tanto repetir y repetir, fue necesario, anota Klemperer, que Goebbels, el gran propagandista del régimen nazi, apelara a un “superlativo más allá del superlativo”: en noviembre de 1944, escribía que la situación sólo podía salvarse “mediante un fanatismo feroz”. Como si, apunta Klemperer, “la ferocidad no fuera el estado necesario del fanático, como si pudiese existir un fanatismo dócil”.

“Lenguaje que crea y piensa por ti”. Esa fórmula, y la imagen del veneno ingerido en pequeñas dosis, imperceptibles pero igualmente dañinas, atraviesan todo el texto. Klemperer anota desde la extrañeza de una de sus compañeras de trabajo, aria, sumamente cordial con él (lo que era un gesto de valentía), acerca de que esté casado con una mujer aria, hasta manuales de literatura e incluso prospectos farmacéuticos, todos ellos infiltrados y envenenados por la LTI.

La LTI y el antisemitismo

Y aunque intenta mantenerse centrado en el propósito del libro, cada cierto tiempo y no podía ser de otra manera asoma también el problema judío o, más bien, el problema del radical antisemitismo de los nazis. Klemperer es un agudo observador, un analista cuidadoso, y escribe páginas notables sobre el tema, proyectando la ideología nazi sobre el fondo del romanticismo y, más en general, de la historia de la cultura alemana. Cita, por ejemplo, la Historia de la cultura alemana, de Wilhelm Scherer, un clásico muy anterior al nazismo, donde el autor sostiene que “el exceso parece ser la maldición de nuestra evolución espiritual. Volamos muy alto y caemos mucho más bajo. Nos asemejamos a aquel germano que, tras perder todas sus propiedades jugando a los dados, se juega su propia libertad en la última tirada, la pierde y acepta ser vendido como esclavo. Tan grande es la terquedad de los germanos incluso en el mal: ellos la llaman fidelidad”. Entonces Klemperer comprendió que “existe una relación entre las bestialidades del hitlerismo y los excesos fáusticos de la literatura clásica alemana y de la filosofía idealista alemana”.

En el capítulo “La raíz alemana”, uno de los más extensos del libro y del cual provienen las anteriores citas, Klemperer usa todas las herramientas adquiridas en su vida académica para adentrarse profundamente en el análisis del nazismo y establece una genealogía que, para mal de los nazis, comienza en un francés, Arthur Gobineau, autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, publicado a mediados del siglo XIX. A los nazis les dolía que uno de sus archienemigos hubiera sido el primero en proclamar “la superioridad de la raza aria, el rango supremo y único de la germanidad no contaminada y la amenaza que sufre por la sangre semita, de calidad mucho peor, que penetra por doquier y que apenas puede calificarse de humana”. Casi al final de la guerra, el Instituto del Reich para la Historia de la Nueva Alemania editó La idea de la raza en el romanticismo alemán y sus fundamentos en el siglo XVIII, pero, según Klemperer, “Herman Blome, el honesto y estúpido autor, demostró justamente lo contrario de lo que quería demostrar”.

El libro de Klemperer es, además, una obra de impresionante humanidad, un relato vivo y actual, que proporciona un testimonio de primera mano sobre la vida cotidiana bajo el nazismo. Pero también es una poderosa lección para desenmascarar otras formas de infiltración de “elementos tóxicos” en el lenguaje cotidiano de hoy. Expresiones como “el eje del mal” son tan simples como reveladoras de la ideología que portan. Cuando el análisis de la sociedad suele expresarse, con aires dogmáticos, en el léxico de la economía, es fácil percibir una nueva forma de totalitarismo ideológico. Cuando, bajo la dictadura, de hablaba de “terroristas subversivos”, se producía un fenómeno similar al “superlativo más allá del superlativo” que usaba Goebbels. Tantas expresiones que, a fuerza de ser repetidas una y otra vez, ganan carta de ciudadanía y aires de verdad, cuando se trata, simplemente, de intentos masivos de adoctrinamiento, deliberados o no, pero presentes en la vida cotidiana, en nuestras lecturas, en nuestras conversaciones. Klemperer pone una voz de alerta que es bueno escuchar.

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sábado, junio 20, 2009

El gaucho insufrible


Comienzo a recuperar reseñas antiguas sobre narrativa latinoamericana. Ésta fue publicada en la revista "El Sábado" de El Mercurio en noviembre de 2003.


La primera obra póstuma de Roberto Bolaño, muerto hace pocos meses a la edad de cincuenta años, tiene todo el aire de un testamento puesto que revela, con mayor claridad que nunca, la lucha del escritor con la enfermedad que lo aquejaba. De ello habla explícitamente en uno de los dos ensayos que cierran el volumen, Enfermedad + literatura = enfermedad, una mirada de una fiera agudeza y claridad sobre los límites de la literatura y de la vida, que, en casos como Bolaño, viene a ser lo mismo, y que resume, de manera amarga, citando un verso de Baudelaire: ¡En desiertos de tedio, un oasis de horror! Según Bolaño, “no hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno”.

El segundo ensayo es un feroz ajuste de cuentas con los escritores, o, mejor dicho, con las escribidoras y los escribidores, con el mercado y con el glamour que parece hoy una compañía imprescindible para el ejercicio de la literatura. Como se dijo en un reciente homenaje a Bolaño, él practicaba –y practica en este texto- el arte de la injuria, pero, hay reconocérselo, nunca de manera injusta. Las cosas como son: hay quienes hacen literatura y quienes hacen operaciones de mercado.

La primera parte del volumen son cinco cuentos, tocados todos por esa premonición del fin que asalta toda su obra reciente. En Jim, el más breve, conocemos al americano más triste del mundo, un cuento que podría perfectamente adscribirse al ciclo de Los detectives salvajes. Los dos cuentos siguientes, El gaucho insufrible y El policía de las ratas, están entre los mejores cuentos que escribió Bolaño. El primero es un homenaje limpio, sereno, entrañable, a la deuda que la literatura tiene con Jorge Luis Borges. El segundo, un homenaje a Kafka, un autor que se suele mencionar en la genealogía de Bolaño. Y en ambos, la justicia es el bien elusivo, tanto para Pereda, abogado reconvertido en gaucho que no puede solucionar las miserias de la Argentina empobrecida, como para Pepe el Tira, el detective asediado por un atroz descubrimiento: sí, contra todo lo que se sabía, contra todo el orden establecido en el submundo de las alcantarillas, las ratas matan ratas. Y en ambos también el estilo de Bolaño alcanza nuevas cotas, una manera de narrar que nos hará lamentar, una vez más, su prematura muerte.

El viaje de Álvaro Rousselot se inscribe en otra de sus líneas narrativas, la literatura como objeto de la literatura, y el último, Dos cuentos católicos, pone en escena un desfile de psicopatías que cruzan sus líneas en dos relatos paralelos, de un implacable humor negro y un ritmo febril.

Se ha dicho que Bolaño es un escritor difícil y, por cierto, como lo reconoció en Chile su editor, Jorge Herralde, sus lectores son hasta ahora minoritarios. Pero no hay un autor chileno actual que merezca tanto una atenta lectura. En muchos sentidos, es quien mejor supo interpretar eso tan elusivo y misterioso como el alma nacional en sus libros.

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lunes, junio 08, 2009

La carretera

Confieso que las primeras cien páginas se me hicieron eternas. También avancé a tropezones con la anterior novela de Corman McCarthy, No es país para viejos (y me gustó más la película de los Coen que el libro). Detesto que se abstenga de usas signos de puntuación para marcar los diálogos, aunque en La carretera por lo menos separa las líneas de los interlocutores. Por lo mismo, siguen en mi larguísima lista de pendientes, y desde hace años, En la frontera y Sultree. Pero no es sólo eso: también me irrita un cierto sonsonete monocorde en el estilo, una planicie estilística que sólo se rompe con frases bien logradas que cierran ciertos párrafos. El efecto es adormecedor y a mí por lo menos me distrae y me obliga, cada cierto tiempo, a retomar la lectura dos o tres párrafos más atrás de donde se supone que voy.

Por supuesto, no diré que La carretera es una mala novela: no lo es. Aunque me decepcionó el final, no diré el motivo: en este año se estrena la versión cinematográfica (el trailer es impresionante) y sería un pecado imperdonable privar a Hollywood de sus derechos. Y es una buena novela por la radicalidad con que aborda un tópico de la literatura y el cine: el fin del mundo, el apocalipsis, la desaparición radical de una manera de situarse en la realidad. Aunque el tópico pertenece más a la ciencia ficción, la novela de McCarthy está muy lejos de ese género, por el modo en que los protagonistas enfrentan la tragedia. El acento no está puesto en la aventura, que a su vez requiere que ciertas formas de organización -aunque sean tribales y regresivas en términos de organización social- sigan vigentes, así como también que existan recursos -alimentos, combustibles-, aunque en la lucha por ellos se sitúe la trama. Las hipótesis del exterminio suelen suponer una salida y los sobrevivientes crean el remedo de formas de gobierno y ejercicio del poder. McCarthy, en cambio, pone a sus protagonistas en una situación extrema. El mundo ha sido realmente arrasado. El sol se vislumbra apenas, y por pocas horas, a través de una densa lluvia de cenizas que obliga a usar mascarillas. Las ciudades son escombros y más cenizas. Toda vegetación ha muerto y el frío, la lluvia y la nieve son las condiciones climáticas habituales. Cada tanto, el hombre y el niño que van hacia el sur siguiendo las líneas de las antiguas carreteras se topan con tribus de caníbales. Cada tanto, en algún lugar, descubren restos del antiguo mundo que les permiten alimentarse y continuar el viaje, pero la terrible certeza de que todo ello se acabará, y que se cerrarán todos los caminos, desencadena una reflexión de impresionante amargura y con ecos existenciales que, más que ninguna otra cosa, le dan fuerza al relato y también su capacidad de estremecer, mucho más que las calaveras ensartadas en palos que jalonan el camino. Ya veremos si la película logra capturar algo de ello.

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