19 semanas (Lecturas de la II Guerra Mundial)
El autor del libro es el periodista Norman Moss, responsable de otros estudios históricos sobre la bomba atómica (Men who play God: The story of the hidrogen bomb y The politic of uranium). Según el sitio web de Laie*, una de las más completas librerías que conozco en ciencias sociales, o no están disponibles o no han sido traducidos al castellano. Su estudio sobre el espía Klaus Fuchs apareció en Javier Vergara Editor en 1991.
19 semanas es una excelente introducción a la primera etapa de la II Guerra Mundial (en adelante, IIGM). No se centra tanto en los escenarios bélicos, también aborda extensamente el clima y los acontecimientos políticos y sociales que ocurrieron especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. Más que un ensayo de interpretación histórica, es una crónica vívida y accesible que, luego de dos capítulos introductorios que enmarcan la escena, se centra en los cruciales meses de la primavera y el verano de 1940, entre la invasión de Holanda, Bélgica y Francia por los alemanes y la derrota de estos últimos en la Batalla de Inglaterra. Lo que me pareció más interesante -y nuevo para mí- es cómo Moss recoge el debate estadounidense entre aislacionistas e intervencionistas a lo largo de aquel año. Me sorprendió especialmente que los estudiantes universitarios, tradicionalmente asociados al idealismo, tuvieran, en este caso, la postura más conservadora. Arriesgaban más, claro, porque corrían el riesgo cierto de ser enviados al campo de batalla; pero, como señaló Jerome Green, secretario de la universidad de Harvard, refiriéndose a los estudiantes, "su manifiesta ceguera hacia las cuestiones sociales más candentes resulta desoladora a más no poder". Los estudiantes de Princeton crearon la asociación de Veteranos de Guerras Futuras y exigieron una gratificación inmediata de mil dólares, pues era poco probable que sobrevivieran a la guerra y mejor era poder gastarla de inmediato. La sección Futuras Madres de la Estrella Dorada exigía viajes a Europa para ver las futuras tumbas de sus maridos e hijos. En todo ello hay algo que repugna al sentido común establecido a partir de la década de los sesenta sobre el idealismo juvenil; sin embargo, pensándolo bien, están la misma vocación contestataria, la respuesta propia frente a las decisiones del mundo adulto y el recurso a la sátira desmitificadora.
Respecto del debate, Moss analiza razones, expone interpretaciones y da cuenta de la existencia de los aislacionistas de derecha, como Lindbergh**, y de izquierda, como muchos ex comunistas desengañados por el pacto Molotov-Ribbentropp, pero que seguían considerando a Gran Bretaña como una potencia imperialista y clasista. Había también un amplio activismo a favor del ingreso de Estados Unidos en la guerra, no sólo del decidido intervencionista Roosevelt, sino también de ciudadanos que veían en el triunfo alemán una amenaza para la sobrevivencia tanto de la democracia como del papel de su país en el trazado del orden mundial. Expone asimismo razones estratégicas: se temía, por ejemplo, que la derrota militar de Inglaterra dejara a la isla en manos de Oswald Mosley y su Unión de Fascistas Británicos*** y que, como consecuencia de ello, la más poderosa flota de guerra en el mundo quedara a disposición de los nazis. El liderazgo de Roosevelt y la caída de Francia dieron la victoria a los intervencionistas, pero aún Roosevelt estaba maniatado por la ley que estableció la neutralidad estadounidense. Ya iniciada la campaña presidencial, el Presidente tuvo que maniobrar en aguas turbulentas para poder enviar pertrechos militares -entre ellos, 50 destructores que databan de la I Guerra- a los británicos. Recurrió incluso a lo que los chilenos podrían denominar "resquicios legales" para hacerlo, y las negociaciones con Gran Bretaña fueron más ásperas y complicadas de lo que da a entender la historiografía.
Dan ganas de conocer más detalles de aquel debate, que puso en juego tensiones muy profundas y que también, a ambos lados del Atlántico, comenzó a señalar a Estados Unidos como el país que debería heredar el papel hegemónico en Occidente que por tanto tiempo había desempeñado Gran Bretaña. En general, todos los capítulos referidos a Estados Unidos son novedosos, pues amplían mucho cuestiones que se suelen pasar por alto o reciben un trato muy superficial: mal que mal, la guerra se estaba librando en otra parte.
Otro aspecto interesante de 19 semanas es cómo el autor intenta -y generalmente lo logra- despegarse de las emociones básicas que salen a la luz en estos casos. La obvia simpatía por la causa aliada no implica renunciar a los matices o a poner en su debido contexto ciertos dichos y hechos. Cuando describe la evacuación de la Fuerza Expedicionaria Británica desde Dunkerque, complementa las citas de tono lírico con la prosaica realidad y concluye, acertadamente, que "cantar el heroísmo sin mencionar su precio es una media verdad, ese tipo de medias verdades que la gente suele decirse a sí misma cuando tiene que ir a la guerra". Sin embargo, en otro capítulo, Moss no puede evitar ceder a la tentación de elevar el tono y asignarle al conflicto el tono de epopeya que reprocha a otros autores: "Mientras los aviones germanos rugían en lo alto y las fuerzas germanas se congregaban en la orilla opuesta preparando una invasión, estos escarpados acantilados de tiza resplandecientes al sol del verano fueron las fortificaciones de la democracia, de la decencia, de la civilización, en suma, frente a la amenaza de la barbarie" (el traductor puso mal la puntuación, no yo).
Por último, y casi al pasar, Moss destaca otro hecho que valdría la pena pesquisar. Hasta la guerra, las enormes diferencias sociales no se cuestionaban, se aceptaban como parte del orden imperial. Sin embargo, a pocos meses de iniciado el conflicto, el gobierno se vio en la necesidad de dictar medidas especiales para los niños de toda condición, así como a exigir, por ejemplo, que las grandes empresas pusieran casinos para sus empleados. Se partía de un enunciado muy simple: todos somos combatientes, todos somos víctimas: ¿Por qué persisten los privilegios? De esta manera, según Moss, comenzó a estructurarse el Estado de Bienestar, que aún es el modelo dominante en la mayor parte de Europa.
* http://www.laie.es/
** A propósito de Lindbergh, el año pasado leí la magnífica novela de Philip Roth La conjura contra América, una ucronía que supone el triunfo del héroe de la aviación en las elecciones de 1940. En realidad, ganó Roosevelt por tercera vez (aún vendría una cuarta); y aunque nadie ponía en duda su vocación democrática y el liderazgo que ejerció para sacar a Estados Unidos del marasmo económico causado por el crack de 1929 y durante la IIGM, pareció tan excesiva su prolongación en el poder que se reformó la constitución limitando a dos los mandatos presidenciales. Lindbergh, en la novela, declara el aislacionismo más severo e introduce, poco a poco, medidas de discriminación contra las minorías raciales (léase judíos). También figuran como personajes el sacerdote católico Charles Coughlin, de un feroz antisemitismo, cuyo programa radial llegó a ser escuchado por 30 millones de personas; y Walter Winchell, judío, quizá el periodista más popular de la época. Winchell tenía una columna escrita y un programa radiofónico personal, y pasó del periodismo amarillo sobre Broadway a convertirse en una potente voz de denuncia en contra del nazismo. Fue la guerra de las ondas radiales, desplegada sobre una población incierta y cada vez más inquieta por los acontecimientos europeos. Como es de esperar, en la realidad los personajes corren una suerte muy distinta de lo que les ocurre en la novela.
Es pavorosa la habilidad de Roth para sostener la verosimilitud de un pie forzado tan excesivo, pero, a la luz de la contrarrevolución conservadora de Reagan y los dos Bush (con el interludio de Clinton, golondrina que no hizo verano), no es tan difícil imaginar a Estados Unidos como un país entenebrecido por el racismo, la violencia y el culto a la personalidad. Siempre ha habido racistas y los negros fueron los grandes excluidos durante décadas, pero ese fenómeno sociológico, por así decirlo, es muy distinto a que el Estado adopte el racismo como ideología.
*** Otra novela brillante viene a cuento, Los restos del día, de Kazuo Ishiguro, llevada al cine por James Ivory. Aunque la trama está más centrada en el clasismo inglés y las oportunidades perdidas en nombre del servicio ejemplar a la nobleza, entrega también un severo e inquietante cuadro de las simpatías de ciertos círculos británicos por la Alemania nazi.
19 semanas es una excelente introducción a la primera etapa de la II Guerra Mundial (en adelante, IIGM). No se centra tanto en los escenarios bélicos, también aborda extensamente el clima y los acontecimientos políticos y sociales que ocurrieron especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. Más que un ensayo de interpretación histórica, es una crónica vívida y accesible que, luego de dos capítulos introductorios que enmarcan la escena, se centra en los cruciales meses de la primavera y el verano de 1940, entre la invasión de Holanda, Bélgica y Francia por los alemanes y la derrota de estos últimos en la Batalla de Inglaterra. Lo que me pareció más interesante -y nuevo para mí- es cómo Moss recoge el debate estadounidense entre aislacionistas e intervencionistas a lo largo de aquel año. Me sorprendió especialmente que los estudiantes universitarios, tradicionalmente asociados al idealismo, tuvieran, en este caso, la postura más conservadora. Arriesgaban más, claro, porque corrían el riesgo cierto de ser enviados al campo de batalla; pero, como señaló Jerome Green, secretario de la universidad de Harvard, refiriéndose a los estudiantes, "su manifiesta ceguera hacia las cuestiones sociales más candentes resulta desoladora a más no poder". Los estudiantes de Princeton crearon la asociación de Veteranos de Guerras Futuras y exigieron una gratificación inmediata de mil dólares, pues era poco probable que sobrevivieran a la guerra y mejor era poder gastarla de inmediato. La sección Futuras Madres de la Estrella Dorada exigía viajes a Europa para ver las futuras tumbas de sus maridos e hijos. En todo ello hay algo que repugna al sentido común establecido a partir de la década de los sesenta sobre el idealismo juvenil; sin embargo, pensándolo bien, están la misma vocación contestataria, la respuesta propia frente a las decisiones del mundo adulto y el recurso a la sátira desmitificadora.
Respecto del debate, Moss analiza razones, expone interpretaciones y da cuenta de la existencia de los aislacionistas de derecha, como Lindbergh**, y de izquierda, como muchos ex comunistas desengañados por el pacto Molotov-Ribbentropp, pero que seguían considerando a Gran Bretaña como una potencia imperialista y clasista. Había también un amplio activismo a favor del ingreso de Estados Unidos en la guerra, no sólo del decidido intervencionista Roosevelt, sino también de ciudadanos que veían en el triunfo alemán una amenaza para la sobrevivencia tanto de la democracia como del papel de su país en el trazado del orden mundial. Expone asimismo razones estratégicas: se temía, por ejemplo, que la derrota militar de Inglaterra dejara a la isla en manos de Oswald Mosley y su Unión de Fascistas Británicos*** y que, como consecuencia de ello, la más poderosa flota de guerra en el mundo quedara a disposición de los nazis. El liderazgo de Roosevelt y la caída de Francia dieron la victoria a los intervencionistas, pero aún Roosevelt estaba maniatado por la ley que estableció la neutralidad estadounidense. Ya iniciada la campaña presidencial, el Presidente tuvo que maniobrar en aguas turbulentas para poder enviar pertrechos militares -entre ellos, 50 destructores que databan de la I Guerra- a los británicos. Recurrió incluso a lo que los chilenos podrían denominar "resquicios legales" para hacerlo, y las negociaciones con Gran Bretaña fueron más ásperas y complicadas de lo que da a entender la historiografía.
Dan ganas de conocer más detalles de aquel debate, que puso en juego tensiones muy profundas y que también, a ambos lados del Atlántico, comenzó a señalar a Estados Unidos como el país que debería heredar el papel hegemónico en Occidente que por tanto tiempo había desempeñado Gran Bretaña. En general, todos los capítulos referidos a Estados Unidos son novedosos, pues amplían mucho cuestiones que se suelen pasar por alto o reciben un trato muy superficial: mal que mal, la guerra se estaba librando en otra parte.
Otro aspecto interesante de 19 semanas es cómo el autor intenta -y generalmente lo logra- despegarse de las emociones básicas que salen a la luz en estos casos. La obvia simpatía por la causa aliada no implica renunciar a los matices o a poner en su debido contexto ciertos dichos y hechos. Cuando describe la evacuación de la Fuerza Expedicionaria Británica desde Dunkerque, complementa las citas de tono lírico con la prosaica realidad y concluye, acertadamente, que "cantar el heroísmo sin mencionar su precio es una media verdad, ese tipo de medias verdades que la gente suele decirse a sí misma cuando tiene que ir a la guerra". Sin embargo, en otro capítulo, Moss no puede evitar ceder a la tentación de elevar el tono y asignarle al conflicto el tono de epopeya que reprocha a otros autores: "Mientras los aviones germanos rugían en lo alto y las fuerzas germanas se congregaban en la orilla opuesta preparando una invasión, estos escarpados acantilados de tiza resplandecientes al sol del verano fueron las fortificaciones de la democracia, de la decencia, de la civilización, en suma, frente a la amenaza de la barbarie" (el traductor puso mal la puntuación, no yo).
Por último, y casi al pasar, Moss destaca otro hecho que valdría la pena pesquisar. Hasta la guerra, las enormes diferencias sociales no se cuestionaban, se aceptaban como parte del orden imperial. Sin embargo, a pocos meses de iniciado el conflicto, el gobierno se vio en la necesidad de dictar medidas especiales para los niños de toda condición, así como a exigir, por ejemplo, que las grandes empresas pusieran casinos para sus empleados. Se partía de un enunciado muy simple: todos somos combatientes, todos somos víctimas: ¿Por qué persisten los privilegios? De esta manera, según Moss, comenzó a estructurarse el Estado de Bienestar, que aún es el modelo dominante en la mayor parte de Europa.
* http://www.laie.es/
** A propósito de Lindbergh, el año pasado leí la magnífica novela de Philip Roth La conjura contra América, una ucronía que supone el triunfo del héroe de la aviación en las elecciones de 1940. En realidad, ganó Roosevelt por tercera vez (aún vendría una cuarta); y aunque nadie ponía en duda su vocación democrática y el liderazgo que ejerció para sacar a Estados Unidos del marasmo económico causado por el crack de 1929 y durante la IIGM, pareció tan excesiva su prolongación en el poder que se reformó la constitución limitando a dos los mandatos presidenciales. Lindbergh, en la novela, declara el aislacionismo más severo e introduce, poco a poco, medidas de discriminación contra las minorías raciales (léase judíos). También figuran como personajes el sacerdote católico Charles Coughlin, de un feroz antisemitismo, cuyo programa radial llegó a ser escuchado por 30 millones de personas; y Walter Winchell, judío, quizá el periodista más popular de la época. Winchell tenía una columna escrita y un programa radiofónico personal, y pasó del periodismo amarillo sobre Broadway a convertirse en una potente voz de denuncia en contra del nazismo. Fue la guerra de las ondas radiales, desplegada sobre una población incierta y cada vez más inquieta por los acontecimientos europeos. Como es de esperar, en la realidad los personajes corren una suerte muy distinta de lo que les ocurre en la novela.
Es pavorosa la habilidad de Roth para sostener la verosimilitud de un pie forzado tan excesivo, pero, a la luz de la contrarrevolución conservadora de Reagan y los dos Bush (con el interludio de Clinton, golondrina que no hizo verano), no es tan difícil imaginar a Estados Unidos como un país entenebrecido por el racismo, la violencia y el culto a la personalidad. Siempre ha habido racistas y los negros fueron los grandes excluidos durante décadas, pero ese fenómeno sociológico, por así decirlo, es muy distinto a que el Estado adopte el racismo como ideología.
*** Otra novela brillante viene a cuento, Los restos del día, de Kazuo Ishiguro, llevada al cine por James Ivory. Aunque la trama está más centrada en el clasismo inglés y las oportunidades perdidas en nombre del servicio ejemplar a la nobleza, entrega también un severo e inquietante cuadro de las simpatías de ciertos círculos británicos por la Alemania nazi.
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