lunes, noviembre 20, 2006

Noticias frescas del padrecito Stalin


El primer hombre de acero no fue Superman, sino Stalin. Iossip Visarionovich Dzujashvili, georgiano y revolucionario de primera hora, eligió como nombre de guerra Stalin, acero, tras ser conocido más familiarmente como Koba –un héroe de su Georgia natal- en los primeros círculos bolcheviques. Fue una de las figuras dominantes en primera mitad de la historia del siglo XX, pero sólo tras el derrumbamiento de la Unión Soviética han surgido nuevas y poderosas revelaciones sobre su vida.

A pesar de la relevancia de Stalin como personaje histórico, pocos investigadores enfrentaron seriamente la tarea de escribir su biografía antes del desmoronamiento de la Unión Soviética, probablemente por las enormes dificultades que entrañaba la tarea. Ello dio pie a que se afianzaran versiones sobre algunos hechos significativos de la vida de Stalin, no necesariamente ciertas, pero que pasaron a formar parte esencial de su perfil histórico. En los años noventa, en cambio, proliferaron las versiones sobre su vida, pero, en la inmensa mayoría de los casos, prácticamente no avanzaron en el conocimiento historiográfico ni despejaron las incógnitas que siguen pesando sobre la accidentada carrera del dictador.

Tres obras recientes son extremadamente útiles para discernir mejor qué se sabe y qué se ignora aún -y probablemente permanecerá oculto para siempre- sobre la vida de Stalin, y también para echar abajo algunos mitos sumamente arraigados sobre el gobernante soviético.

Amis, Montefiore, los hermanos Medvedev

El primero de ellos, cronológicamente, es Koba el Terrible. La risa y los veinte millones, del escritor británico Martin Amis (Jonathan Cape, 2002; Anagrama, 2004). Aunque es más bien un ajuste de cuentas con los progresistas ingleses, perfila con mucha claridad la imagen del dictador tal como pasó a la historia en su versión más popular: el energúmeno, el paranoico, el asesino inmisericorde, el envidioso del talento de otros, sin matices y con el apoyo documental logrado por talentosos -y conservadores- historiadores británicos, como Robert Conquest y Robert Service.

El segundo es La Corte del Zar Rojo, del historiador -también británico, formado en Cambridge- Simon Sebag Montefiore (Knopf, 2003; Crítica, 2004). Robert Service sostiene que ésta “es la primera biografía real de Stalin”: los trabajos previos, dice, eran necesariamente fragmentarios e incorporaban en exceso la historia de la Unión Soviética, a falta de “información directa sobre uno de los dictadores más famosos del mundo”.

El libro es apasionante. Montefiore es un escritor soberbio, que suma a la riqueza del estilo y la habilidad para el relato el acceso a las fuentes que tanto echaban de menos los historiadores anteriores. Escrito con la misma amenidad de la mejor novela, el autor cubre el período que va desde 1932 a 1953 (y aún así el libro tiene más de 800 páginas). La elección del punto de partida no es casual: en ese año, tras una regada celebración en el Kremlin, se suicidó la segunda esposa de Stalin, Nadya Allilluyeva (la primera, madre de su hijo Jakov, murió de tifus). El hecho produjo no sólo el quiebre emocional del dictador, sino también, en la lectura de Montefiore, un cambio esencial: a partir de entonces Stalin dejó atrás los últimos rasgos de humanidad que podían quedarle y comenzó a preparar, de manera sistemática, el gobierno del terror.

El tercer libro es El Stalin desconocido, de los hermanos historiadores Zhores y Roy Medvedev (Tauris & Co., 2003; Crítica, 2005). Para Montefiore, se trata de una “exploración fascinante e innovadora”, aunque contradiga algunas de sus afirmaciones. El volumen está conformado por artículos que pueden leerse de manera independiente, firmados ya sea por Zhores, por Roy o por ambos. El libro es también apasionante por la variedad de temas que convoca, por su claridad argumentativa y por el peso de la evidencia puesta en juego. En muchos aspectos complementa al de Montefiore, puesto que los autores tratan extensamente cuestiones que en la biografía están menos desarrolladas.

Si no hubiera, como siempre que se trata de Stalin, muerte y exilio, los capítulos sobre el dictador y las ciencias, especialmente la lingüística, serían partes de una historia universal del ridículo y una prueba más de lo aberrante que es anteponer la ideología a la ciencia. Otros capítulos son simplemente escalofriantes, como los referidos al Gulag Atómico o al asesinato de Bujarin, narrado sobre el trasfondo del Gran Terror.

De la caricatura al retrato

Un historial tan siniestro como el de Stalin, más aún si se considera la falta de documentación y de testimonios fiables, induce a la caricatura, ya sea para escarnecerlo o para alabarlo (cuestión que afortunadamente ya dejó de ocurrir). Al respecto, Montefiore señala que, a partir de la nueva documentación encontrada y aquella alcanzable para todo el mundo, espera que “Stalin se convierta en un personaje más comprensible e íntimo, aunque no menos repelente”. De esta manera, sin dejar de señalar los crímenes de Stalin, ofrece mucho más referencias y anécdotas que permiten comprender mejor al dictador soviético, su entorno y su época.

Pero también está la caricatura. Martin Amis defiende a su padre, Kinsgley, y a sus amigos que ya en la década de los cincuenta se llamaban a sí mismos “los fascistas”, por denunciar precozmente las atrocidades del estalinismo y el Gulag. Carga entonces las tintas sobre Stalin y lo pinta de la manera más grotesca posible. Su objetivo real es el apoyo que la izquierda mundial brindó a la Unión Soviética aún después de las denuncias de Jrushchov. El subtítulo del libro remite a una constante en el ensayo, la risa nerviosa que despertaba, en muchos de sus interlocutores progresistas, la cifra astronómica de veinte millones de muertos imputables a Stalin. Sin embargo, para conocer y entender mejor al personaje y su papel en la historia, mucho más útiles son los otros textos nombrados más arriba. Veamos el contraste en algunos de los puntos donde más se enfrentan las versiones.

Stalin y la Operación Barbarroja

En el famoso discurso de 1956 en que Nikita Jrushchov denunció los crímenes del estalinismo y el culto a la personalidad, dijo también que Stalin, en el momento de la invasión alemana, se había derrumbado psicológicamente hasta el punto de abandonar el poder durante una semana. Insistió en esa versión en sus Memorias y la amplió usando como fuente a Beria. En 1941 Jrushchov estaba en Kiev, y por lo tanto no fue testigo de los hechos que narra. A pesar de la debilidad de la versión, se impuso en la historiografía y fue recogida por un gran número de autores. En los libros incluidos en este artículo, Amis la suscribe plenamente y señala como causa que Stalin “no pudo soportar que la realidad se comportara en forma diferente a sus deseos”. El deseo era que Hitler postergara un año la invasión a la Unión Soviética; la realidad era que 3 millones de soldados alemanes estaban cruzando las fronteras.

La historia continúa. Según Jrushchov y Anastas Mikoyan, el domingo siguiente a la invasión, sus más cercanos acudieron a la dacha de Kuntsevo, donde Stalin se había recluido. El dictador los recibió expectante, sin saber a qué iban y, según Mikoyan, claramente temeroso de que hubieran llegado a detenerlo. Molotov propuso la formación del Consejo de Defensa del Estado, pequeño comité que se encargaría de la dirección de la guerra, y Beria sugirió los nombres, así como que la presidencia, naturalmente, recaería en Stalin.

Montefiore también recoge esta versión, pero reduce el tiempo de ausencia al sábado y domingo siguientes al inicio de Barbarroja. En 1991 se descubrieron los archivos del libro de visitas del Kremlin, que indican con gran exactitud quiénes ingresaban al despacho de Stalin. Es información valiosísima para los historiadores, que por esa vía han logrado reconstituir cabalmente la agenda del dictador. Efectivamente, en aquel fin de semana no se registran reuniones en el despacho del Kremlin. Aunque la evidencia es frágil, Montefiore probablemente optó por esta versión porque encontró una explicación que la hace coherente: tal como Alejandro Magno y sobre todo Iván el Terrible, Stalin quiso poner a prueba a sus subordinados, abandonando el poder sólo para regresar luego con más atribuciones y potestades, si ello era posible aún en la Unión Soviética.

Los Medvedev, en cambio, afirman que todo el episodio “es pura inventiva”. Sus fuentes son el mencionado libro de visitas y las memorias de Zhukov, quien detalla las dos visitas que aquel sábado hizo Stalin a la Stavka (el centro de mando militar) y las observaciones que hizo sobre la estrategia de combate. De manera que queda sólo el domingo; y es totalmente inverosímil, dicen, que Molotov, conocido por su absoluta sumisión al dictador, hubiera propuesto una iniciativa tan importante; y menos creíble aún es que Beria, el más inteligente de todos, propusiera los nombres de los integrantes. Actuar así era no conocer a Stalin. Era desafiar la muerte y todos ellos tenían desarrollado un alto sentido de la supervivencia. La famosa frase que citan Amis, Montefiore y muchos historiadores -“Lenin nos legó un estado soviético proletario y lo hemos echado a perder”- puede haber sido pronunciada en algún momento, pero, en todo caso, de ninguna manera es el síntoma de una crisis que hubiera llevado a Stalin a resignar el poder.

La muerte de Stalin

Montefiore narra de manera impecable los hechos que rodearon la muerte del dictador, basado en una amplia variedad de fuentes. Su relato, según los Medvedev, se ajusta a la versión oficial, que tiene enormes vacíos.

Para contextualizar lo que ocurrió en marzo de 1953, hay que señalar que en 1945 Stalin sufrió una apoplejía, de la que se recuperó bien. En 1952 dejó de fumar, lo que lo hizo subir mucho de peso. En política, estaba empeñado en una operación represiva cuyos blancos eran médicos, dirigentes georgianos y judíos. Tenía en mente una completa reestructuración de la cúpula del poder, lo que explicaba el creciente cerco tendido en torno a Beria y el alejamiento de Molotov. Tenía 73 años.

El 28 de febrero, Stalin fue al Kremlin a ver una película junto a sus asiduos, Jrushchov, Bulganin, Malenkov y Beria, y luego los invitó a cenar a Kuntsevo. Terminaron alrededor de las cuatro de la mañana. Stalin odiaba estar solo los domingos, de manera que era un rito establecido que, apenas despertaba, llamaba a sus cercanos y los convocaba a almorzar a la dacha. Guardias, cocineros y empleados de aseo estaban desde temprano atentos a sus movimientos. No sólo había teléfonos en todas las piezas, sino también sensores de movimiento, que indicaban al personal en qué lugar de la dacha estaba exactamente Stalin.

La versión oficialmente establecida (no la que entrega Amis, más atrasado en las fuentes) es que no hubo movimiento alguno en la casa. Y si aquello era inquietante a las 11 de la mañana, con mayor razón a medida que pasaban las horas y, en los aposentos de Stalin, nada: ni una llamada, ni una luz que se encendiera, ni una indicación de los sensores de movimiento. Los guardias y el personal de servicio aguardaban, expectantes y temerosos. A las diez de la noche llegó desde el Kremlin el pesado paquete de correspondencia para Stalin, que debía ser entregado de inmediato al dictador. Fue la excusa para entrar en sus habitaciones.

La escena siguiente está bien documentada. “Stalin yacía en el suelo, junto a la mesa -escriben los Medvedev-. Llevaba puestos el pantalón del pijama y una camiseta, y se había orinado encima. Era obvio que llevaba tumbado varias horas y que su cuerpo estaba muy frío”.

Lo que sigue es aún más enigmático que el silencio del día. El coronel a cargo, Starotsin, llamó a su superior, Semion Ignatiev, ascendido pocos meses antes y fiero enemigo de Beria. Éste le indicó, solamente, que hablara con... Beria. Siguieron pasando las horas: recién a las tres de la mañana llegaron Beria y Malenkov. El primero miró al dictador y le dijo al otro guardia presente: “¿Por qué tienes miedo, Lozgachev? ¿No te das cuenta de que el camarada Stalin duerme a pierna suelta? No le molestes y deja de alarmarnos”. Alrededor de una hora antes, Jrushchov y Bulganin habían llegado a la dacha, pero se quedaron en la caseta de guardia, porque, según el primero, “no era apropiado pasar a ver a Stalin si se encontraba en ese estado tan poco presentable”. Sólo a las 9 de la mañana llegaron los médicos a Kuntsevo. El dictador nunca recuperó el conocimiento y murió el 5 de marzo, media hora después de que concluyera la reunión del Presidium del Comité Central del PCUS donde se rebarajó el mapa del poder.

Para los Medvedev, es imposible que no haya habido una reacción más temprana al silencio de Stalin. Un cuerpo de guardia formado para reaccionar ante la menor señal de alerta no puede haberse quedado, como indica la historia oficial, esperando el paso de las horas. Tampoco es creíble que los más cercanos a Stalin, que esperaban almorzar en Kuntsevo, no hayan intentado comunicarse antes con el dictador.

Lo que está claro es que todos necesitaban tiempo para negociar y repartirse el poder. Hay un dato interesante, también carente de explicación hasta ahora: el lunes 2, Pravda suprimió por completo la campaña de prensa en contra de las víctimas de la ola represiva del momento, orden que sólo pudo haber sido despachada antes de las 13 horas del domingo; y sólo pudo provenir, por cuestión de jerarquía, de Ignatiev. No es nada difícil suponer que las negociaciones comenzaron temprano. De hecho, aunque Ignatiev perdió su cargo, asumió en otro, y el resto de los comensales del sábado anterior, los últimos en hablar con Stalin, se repartieron el poder sin violencia. Y aunque la estabilidad duró pocos meses, hubo tiempo para limpiar a fondo -quemar, más bien dicho- todos los documentos del Vozhd (el jefe) que pudieran comprometerlos.

Tres años más tarde, Jrushchov hizo el discurso en que denunció los crímenes del estalinismo. Roy Medvedev era, en ese tiempo, director de una escuela rural cerca de Leningrado, y le correspondió organizar una reunión de los profesores y los trabajadores cercanos para escuchar el discurso, que no se imprimió ni se difundió por la radio, sino que circuló boca a boca, por así decirlo, en reuniones y asambleas locales. El efecto del discurso, escribe, fue como el de una “bomba de neutrones: afectó a la gente mientras las estructuras parecían permanecer intactas”. Los efectos del estallido sólo se hicieron patentes más de treinta años después.

Etiquetas:

5 Comments:

Anonymous Anónimo said...

A todos nuestros simpáticos lectores se se les comunica que continuando con nuestro espiritu de verdad historica hemos inagurado la pagina www.echalemierdaastalin.com, donde podrás poner a prueba toda tu inescrutable y rigurosa capacidad de investigacion, ya son miles, los que como tu, con esa sana imparcialidad que nos caracteriza, llenamos de inmundicia excrementicia hasta las orejas al ya de por si muy sucio dictador Georgiano.

miércoles, enero 31, 2007 12:36:00 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Un autentico boltxebike y un coloso.De 1899 a 1917 el revolucionario de verdad. De 1918 a 1929 el organizador y politico genial (maquiavelico). De 1929 a 1941, la epopeya con sombras, pero epopeya.Luego hasta 1945, lean a Churchill, a Zhukov, a Chaplin.... Y otra vez a empezar de cero... Una cosa, si me inquieta.Se que no era antisemita, seguro.¿Porque esos ultimos crimenes? Asi pues, de momento,mientras le acusais de todos los crimenes y todas las indecencias, habidas y por haber, yo escribo GORA STALIN! Agur.

miércoles, enero 09, 2008 11:04:00 a.m.  
Anonymous Anónimo said...

Stalin fue uno de los mayores líderes políticos del siglo XX.

Así lo tuvieron que reconocer hasta sus pares capitalistas Churchill y Rooseevelt.

Sin la conducción política de Stalin la Unión Soviética hubiera caido en manos de la secta pequeño-burguesa de Trotsky y demas alimañas contrarrevolucionarias que eran afectos y amigos de no combatir al nazi-fascismo.

La URSS conducida por Stalin ofrendó 30 millones de comunistas muertos para parar y luego derrotar a la barbarie nazi-fascista.

Los liberales, puestos a elegir entre itler y Satlin optaron siempre por el primero. Por eso construyen blog difamatorios contra Stalin

miércoles, julio 23, 2008 1:00:00 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Your blog keeps getting better and better! Your older articles are not as good as newer ones you have a lot more creativity and originality now keep it up!

sábado, enero 09, 2010 12:59:00 a.m.  
Anonymous Anónimo said...

Gracias ante todo por permitirme publicar este comentario anonimo....

debo reconocer que esta simpatico tu blog y pareces realmente una persona agradable. Esto me recuerda también lo agradable que era Palo Neruda y como a pesar de su bella poesia era capaz también de sentir admiración por criminales de talla del dictador ruso.

pero que le vamos hacer?. Los cristianos y judios hemos adorado a un dios que sabemos perfectamenet que es un verdugo y aun los más fervientes ateos comunistas parecieran que vuelven resucitar ese aspecto cruel y fatal del viejo dios en personajes tan crueles y despiados como el dictador ruso. Porque sin duda a Stalin en Rusia, a través del culto a su personalidad, se le había deidificado.

Ese es pues mi explicación psicologia de la idolatria hacia Stalin y el que este aun pueda tener admiradores. Incluso siendo ateos seguimos adorando al viejo dios. ¿Y no ha habido sacerdotes piadosos del viejo dios?

para mi es muy claro que el progreso material, ni tal vez la misma vida, valen nada si se vive en un mundo en donde no se respeta la vida humana y en el que se vive constantemente con miedo.

domingo, marzo 07, 2010 12:12:00 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home