jueves, abril 19, 2007

Columnas varias

Desde hace un par de meses estoy empeñado en cambiar el perfil de mis columnas en El Sábado, desde el formato clásico de la reseña a una versión más flexible en la línea de "a propósito de" tal libro o tal autor, pero sin someterme tampoco a otro esquema rígido de producción de textos. Vamos arando, dijo la mosca. Van algunas muestras. No subía mis columnas porque tenía la esperanza de mantener abierto el bló con material inédito, pero el estrés laboral me supera. De todos modos, para mis ocasionales lectores, aviso que viene material inédito sobre variados temas.


Recuerdos del pasado

Vicente Pérez Rosales

Ediciones B, Santiago, 2006. 541 páginas.

La hipérbole es un rasgo frecuente en los textos referidos a esta obra de Vicente Pérez Rosales. El mejor ejemplo es la siguiente frase de Alone: “Rara vez se habrá dado tal compenetración de un hombre, un libro y un país como la que hay entre Pérez Rosales, sus Recuerdos del pasado y Chile: los tres conglutinados forman un solo ser, con el mismo carácter y análogo desarrollo”. El texto -citado en el excelente prólogo de Marcelo Somarriva- es útil también para hacer notar la habitual identificación entre el relato de Pérez y la formación de la identidad nacional de Chile, cuestión que conviene no asumir de manera tan literal.

Desde luego, hay que celebrar la recuperación de un libro largamente extraviado de los catálogos editoriales y que, sin duda, es una de las piezas fundamentales de la constitución del corpus literario chileno en el siglo XIX; junto a Pérez están Blest Gana, José Joaquín Vallejo y bien pocos autores más, si dejamos fuera la otra gran corriente formadora de la tradición criolla, la historiografía. Ambas, historia y ficción literaria, son complementarias y forman parte del mismo movimiento creador de una memoria común, pero no sin conflictos. La identidad nacional es más una aspiración y un problema que una realidad, y en torno a ella se suelen desatar controversias acerca del poder y el carácter hegemónico de un discurso asociado a las élites culturales. Por eso es bueno releer a Pérez Rosales desde una perspectiva menos ingenua (el prólogo da algunas pautas en ese sentido) que la “conglutinante” enunciada por Alone, que termina asignando al libro un valor de verdad que supera con mucho las intenciones del autor y, francamente hablando, el alcance de cualquier texto literario. Ojalá entonces esta reedición no sea solamente la oportunidad de revisitar Recuerdos del pasado, sino también de resituar, desde la perspectiva contemporánea, su contribución a la memoria colectiva y a la tan escurridiza y problemática identidad nacional.

Sobre la belleza

Zadie Smith. Editorial Salamandra, Barcelona, 2006. 476 páginas.

La solapa posterior de la novela recoge frases tomadas de la crítica anglosajona. Adjetivos como divertida (tres veces), entretenida (dos), exuberante (dos), deslumbrante (dos), excelente (dos), conmovedora (dos) excepcional, provocadora, entrañable, fascinante, adictiva, intensa, cálida, profunda, erudita, deliciosa, ácida y arrebatadora, más algunas frases broncíneas como que Smith es “una fuerza de la naturaleza literaria”, no dejan ninguna duda sobre la recepción de la crítica a una novela que, además, ganó el premio Orange 2006 y fue finalista del Booker 2005. Para el lector de habla española habrá que destacar, por añadidura, la cuidada traducción, que mantiene el flujo envolvente de la escritura de Smith sin forzar la gramática ni recurrir en exceso a los españolismos.

Y ahora habrá que afrontar el desafío de escribir sobre la tercera novela de Zadie Smith sin recurrir a adjetivos ya citados más arriba. Hay dos componentes principales en la trama: por una parte, la crisis de los cincuenta que afecta al profesor Belsey, experto en Rembrandt, liberal, casado con una ex activista negra, que arrastra a toda su familia en una revisión íntima de la biografía y la circunstancia, donde la autora maneja con maestría los registros del drama y sobre todo de la comedia; y una sátira feroz sobre el mundo académico. En tono menor, surten algunos temas propios del ámbito cultural anglosajón, en las cercanías de Boston y de Londres: la tensión entre liberales y conservadores, el difícil estatus de las familias racialmente mixtas y las maneras de asumir los rasgos multiculturales a uno y otro lado del Atlántico. Smith tiene la gracia de hacer accesible este mundo a lectores de cualquier latitud, mediante una novela sin duda bien tramada, bien armada y mejor resuelta. Lo realmente imperdible, de todos modos, es la sátira al mundo académico, especialmente en los tiempos de oda al cartón que se vive localmente. Véase, por ejemplo, la opinión de Zora Belsey sobre una colega de su padre: “Claire no sabía nada de los teóricos, ni de las ideas, ni del pensamiento del ahora mismo. Para ella, todo estaba en “Platón”, en “Baudelaire” o en “Rimbaud”, como si todos tuviéramos tiempo para estar leyendo lo que se nos antojara”.



Ácido sulfúrico

Amélie Nothomb

Editorial Anagrama, Barcelona, 2007. 167 páginas.

La idea de la muerte como espectáculo televisivo ha sido ocasionalmente abordada por la literatura y el cine. El caso modélico, pero no el único, es The Running Man, película protagonizada por Arnold Schwarzenegger y basada en un libro de Stephen King. Arnold, justo policía en una sociedad totalitaria, es condenado a muerte, sentencia que debe cumplirse en un sádico juego televisado directamente. Buena parte de aquellos ejercicios prospectivos se realizaron antes de que el reality show se alzara como el género rey de la teleaudiencia, de modo que la propuesta de Amélie Nothomb en Ácido sulfúrico tiene su cuota de novedad: unir la banalidad del mal -en la justa expresión de Hanna Arendt- a la banalidad televisiva, cada una en sus cotas más altas, es una receta nueva y, a primera vista, no apta para paladares demasiado melindrosos.

La apuesta, sin embargo, parece excesiva. El programa televisivo que Nothomb inventa, un reality show llamado Concentración, imita de manera sumamente realista las condiciones de vida en los campos de exterminio de la Alemania nazi, apaleos, hambruna y asesinato masivo incluidos, pero la autora no se atreve a llevar su fábula hasta las últimas consecuencias y, con esa restricción -comprensible, al fin y al cabo-, las críticas a la sociedad del espectáculo pierden mucha fuerza, la caricatura termina por imponerse y el lugar común reclama sus nunca bien ponderados derechos. Cabe preguntarse si Nothomb quiso entrar, desde la ficción, al debate sobre la sociedad del espectáculo que planteó Guy Debord en la filosofía; o sobre la omnipresencia del Estado, conversación más antigua donde podrían encontrarse Pannonique, la protagonista de Ácido sulfúrico, y el panóptico de Jeremias Bentham, la prisión donde no hay rincón libre para la mirada del vigilante. Ese esquema pasó a ser útil también en las fábricas, en los reality shows, desde luego, y en ámbitos menos perceptibles y más amenazantes como las redes de vigilancia en el cyberespacio. Por ahí quizá están los hilos más interesantes -e inquietantes- de la novela, en las continuidades que propone entre las maneras de mirar y de ser mirado, de vigilar y de ser vigilado, y no en la obvia caricatura de la hipocresía infinita ligada a las elecciones que permite el control remoto.

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