martes, junio 12, 2007

Otra de Zambra

La vida privada de los árboles

Columna publicada en la revista El Sábado del 9 de junio de 2007

Alejandro Zambra continúa, con esta novela, el proyecto narrativo que abrió con Bonsái, un proyecto sutil y original, que trabaja con fragmentos, retazos, indicios, sugerencias; un proyecto que articula cada obra como el tenue tejido que la memoria reconstruye diariamente y casi sin intenció
n, la recuperación del pasado como fruto del azar, la disposición de las historias como resultado de una elección fortuita. Desde luego, tal resultado no es en absoluto azaroso.

La historia o las historias contenidas en la novela ponen en escena a un reducido grupo de personajes, de cuyas biografías se entera el lector a través de aproximaciones e indicios, claro, pero certeros y suficientes -en la lógica interna del libro- para otorgarles autonomía y vida plena. Es una historia o historias tocadas por la tragedia o la incertidumbre, no se sabe muy bien, o quizá se trata de ambas.

Hay algo de asombroso en la delicadeza y aparente facilidad de Zambra para enhebrar un episodio o un personaje con el siguiente, sin que, además, el narrador deje de ser consciente de que se trata de una novela, y que las novelas son artefactos arbitrarios que no tienen que ceñirse a ley alguna
, aunque más de alguna ley se formule en el camino: "Se ama para dejar de amar y se deja de amar para empezar a amar a otros, o para quedarse solos, por un rato o para siempre. Ese es el dogma. El único dogma". La levedad es sólo aparente, sobre todo porque el narrador evita los campos minados tanto del drama desatado y la intensidad desmedida, como de la contención extrema de la narrativa que hace del punto seguido su mejor herramienta estilística. Así es como funcionan las cosas, un lento desmoronamiento o una creciente certidumbre, el parsimonioso aflorar en la conciencia de aquello que venía madurando por días, meses o años, el recuerdo que de repente se instala en la conciencia y obliga a mirar el mundo de otro modo. Así funciona la narrativa de Zambra, tenue, sutil y certera.

La vida privada de los árboles. Alejandro Zambra. Editorial Anagrama, Barcelona, 2007. 119 páginas.




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martes, junio 05, 2007

El río Congo

El largo título del libro es elocuente y merecido. El río Congo. Descubrimiento, exploración y explotación del río más dramático de la tierra recorre, en casi quinientas páginas, una historia impresionante de osadía, despojo, explotación y muerte, a lo largo del curso del río majestuoso que recorre el corazón de África. El corazón de las tinieblas. El Nilo, el Congo y el Níger, los tres grandes ríos africanos, despertaron desde muy antiguo la imaginación y la inquietud en Occidente, pero, de los tres, el Congo fue siempre el más misterioso, porque su curso errante recorría los lugares más ignotos del continente más tardío en su incorporación a los mapas.

El río que se traga a los demás ríos. Tal parece ser la raíz etimológica de Zaire, incorrecta pronunciación en portugués "de la antigua voz kikongo nzadi o nzere", que significa precisamente eso y que por ello ha sido reinvindicada por el nacionalismo africano como el auténtico nombre del río y del país que se extiende en una de sus riberas. Pero, como bien apunta Forbath, el nombre Congo despierta innumerables ecos en la memoria colectiva y sigue presente en la historia contemporánea, además de ser, por cierto, una voz de auténtico e incontaminado origen africano.


Peter Forbath, inglés, murió en 1998. Fue periodista, historiador y novelista, no necesariamente en ese orden. Varias de sus obras se relacionan con el Congo y tienen como base su trabajo como corresponsal de la revista Time en África. No hace falta -aunque sin duda que deben ser de interés- leer otros de sus libros para calificarlo como uno de los clásicos ensayistas ingleses que, sin la necesidad de un voluminoso aparato crítico con gran despliegue de notas a pie de página y contundentes bibliografías, es capaz de producir una obra tan erudita como apasionante, tan grata de leer como firme en sus opiniones y juicios. Quiso escribir la gran historia del río Congo, emulando obras similares sobre el Nilo y el Níger, y sin duda que lo logró. Adentranse en sus páginas es navegar varias veces, o en varios sentidos, el curso del río, desde la descripción geográfica y etnográfica hasta cómo fue adquiriendo forma en los mapas y, finalmente, cómo el río y los vastos territorios de su cuenca y los pueblos que habitan en sus riberas han escrito, y siguen escribiendo, una historia trágica como pocas. Los mercaderes del norte de África que trafican (lo siguen haciendo) esclavos desde hace siglos, las naves europeas que se acercaban a las costas a cazarlos y embarcarlos, la furia homicida de tribus divididas por disputas inmemoriales, el exterminio feroz a que fueron sometidos por los invasores belgas que pagaban por pares de orejas a endurecidos mercenarios, la conflictiva carrera hacia la independencia, el abandono europeo, las secuelas terribles de guerras civiles, tribales y territoriales en el corazón de África, en El corazón de las tinieblas, son los principales hilos de la trama que Forbath desarrolla en un libro ejemplar e inolvidable.

(Lo comenté en El Sábado hace unos años, pero luego perdí el texto de la reseña y, lo que es mucho peor, el libro. Ahora que lo reincorporé a la biblioteca todo vuelve a su orden, está el libro y escribo otra reseña).

Coda uno

El escritor polaco Henryk Sienkiewicz ganó el Premio Nobel de Literatura en 1905. Su obra más conocida es Quo Vadis. Yo lo recuerdo, sin embargo, por otra de sus novelas, Entre selvas y desiertos (también editada con el título de A través del desierto y de la selva), una de las primeras culpables de mi adicción a la lectura. La leí cuando tenía ocho años, creo, y tuve que estar un mes y medio en cama enfermo de hepatitis. Nunca he vuelto a encontrarla y por cierto que me gustaría revivir esa experiencia de lectura. La historia transcurre en África y lo que recuerdo es lo siguiente: dos niños son secuestrados en Port Said y arrastrados hacia el desierto. En algún momento se libran de sus captores, pero su fuga los lleva cada vez más al interior del continente y más lejos, por tanto, de quienes han partido en su búsqueda. Tras muchas aventuras y desventuras, se encuentran con sus padres (creo) en las inmediaciones del Lago Victoria. Han pasado, pues, por la cuenca del río Congo.

(Buscando una foto de la portada descubrí que Fernando Savater editó (y probablemente prologó) este libro, con el simplificado título de A través del desierto. Seguiré persiguiendo alguna copia disponible en papel o en ceros y unos).

Coda dos

Leí y comenté para El Sábado la novela Vaso roto, de Alain Mabanckou, congoleño. Aquí va la reseña, publicada el sábado 2 de junio.

Muy poca literatura africana llega a los catálogos editoriales y menos aún a las librerías criollas. Salvo los sudafricanos Nadine Gordimer y J. M. Coetzee, el nigeriano Wole Soyinka y el egipcio Naguib Mahfouz (todos ganadores del Premio Nobel de Literatura), son contados con los dedos de la mano los escritores africanos que logran vencer las barreras de la distancia, la cultura y el lenguaje, aunque valga recordar que los laureados escriben en inglés y francés. Incluso, cuando se habla de escritores africanos que han recibido el Nobel, hay quien menciona a Albert Camus, porque nació en Argelia, pero eso sí que es estirar demasiado la cuerda. De manera que el colonialismo y sus consecuencias, o las políticas imperiales de dominación, siguen siendo el telón de fondo donde se inscribe la práctica de la escritura de ficción en el continente más ignorado de estos tiempos, que sólo hace noticia cuando las imparables guerras civiles alcanzan nuevas cotas de brutalidad.

Así las cosas, es muy difícil situar en el adecuado contexto obras como Vaso roto, del congoleño Alain Mabanckou, quien escribe en francés, cita a García Márquez, Vargas Llosa, Moliére y Kenzaburo Oé, entre otros, y hace clases en la U. de Calif
ornia-Los Angeles. En realidad, aquello sólo confirma la situación de las narrativas marginales, que son capaces de asimilar e incorporar literaturas provenientes de muchos otros lugares, pero no por ello abandonan su condición periférica. A Mabanckou, además, el crítico de Le Monde le hizo un flaco favor al presentarlo como "una suerte de Bukowski congoleño". No tienen nada que ver, salvo, quizá, la presencia del alcohol en sus obras (al menos en ésta). El protagonista de Vaso roto recoge historias en el bar el "Crédito se fue de viaje", historias trágicas, todas, pero pasadas por el tamiz del humor sarcástico, y a través de ellas desarrolla una potente sátira en contra de quienes han llegado al poder en África en las últimas décadas. Escritor político en el mejor de los sentidos, gana la simpatía del lector con los personajes desesperados y la trama dislocada que nunca pierde el punto focal: situar al Congo –el Congo actual, no el mítico del río de Stanley y Livingstone– en el mapa de la literatura contemporánea.

Vaso roto. Alain Mabanckou. Editorial Alpha Decay, Barcelona, 2007. 169 páginas.

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sábado, junio 02, 2007

Blade Runner, Savater y la crítica


En junio de 1988, la editorial Tusquets publicó Blade Runner, una selección de críticas y ensayos sobre la película homónima, dirigida por Ridley Scott y estrenada seis años antes (el link corresponde a una edición posterior, en otra colección). Un par de meses después, cuando el libro llegó a Chile, escribí un artículo sobre él en la revista APSI. Digo artículo porque era bastante más que una reseña; eran otros tiempos, otros estilos, y todavía un libro podía merecer el lujo de dos páginas en una publicación semanal.

Este año se cumplen 25 años desde el estreno de la película, efeméride que sin duda dará lugar a una nueva ola de comentarios y discusiones acerca de su influencia en el género del cine de ciencia ficción y sobre cuál es mejor, si la versión de 1982 o el "director's cut" que apareció en dvd y que -creo- es la única disponible en el comercio establecido, que en internet seguramente están las dos y muchas más.

No tengo el texto que escribí en esa oportunidad y no es mi intención tampoco entrar a la discusión de cinéfilos sobre Blade Runner; sólo puedo decir que me gustó muchísimo y que he vuelto a verla con placer. Pero, en la lectura del libro, lo más estimulante para mí fue totalmente inesperado: la ácida mirada de Fernando Savater sobre la crítica de cine y sobre los críticos en general. Fue toda una lección de humildad. Yo llevaba poco tiempo escribiendo sobre libros y, a partir del texto de Savater, tuve que afrontar la posibilidad cierta de que, así como yo podía estar en total desacuerdo con colegas de la crítica de libros y de cine, también yo podía ser un guía al contrario, como dice el filósofo español. Transcribo aquí los párrafos más sabrosos de Savater sobre la crítica.
El gusto del espectador teatral o cinematográfico, del lector, del aficionado a las artes plásticas, etc., no debe ser formado por el crítico, sino a pesar del crítico y contra el crítico. Cualquier persona sensata sabe que un crítico no es más que otro mirón, aunque con posibilidad de escribir y por tanto obligación de dogmatizar su peculiarísimo gusto. Leer críticas de artes y espectáculos es una afición divertida por la misma razón que hay quien se divierte leyendo horóscopos: porque no existe obligación racional ninguna de hacerles caso.

El buen gusto es algo frágil y cuestionable, pero el malo se presenta de manera inequívoca, vigorosa y constante. Un crítico que ha revelado buen gusto en dos o tres ocasiones puede siempre fallar a la próxima, por lo que sus dictámenes deben ser acogidos cada vez con recelo; pero quien ya ha probado su mal gusto -es decir, quien se empeña en recomendarme lo que no puede gustarme y prohibirme lo que me gusta- es un guía fiel, aunque al contrario. En cuanto tengo localizado a uno de esos turbios adivinos lo aprovecho sin escrúpulo: cada una de sus fobias se me convierte en recomendación y cada una de sus recomendaciones me hace poner pies en polvorosa. Les debo hallazgos inolvidables y milagrosas escapadas.

En cuestión cinematográfica tengo la suerte de que la mayoría de los críticos oficiales tienen un gusto detestable, es decir, para nada coincidente con el mío. Les pongo cabeza abajo, como Marx
quería hacer con Hegel, y me sirven muy donosamente como brújula. Gracias a ellos he disfrutado joyas denostadas como El nombre de la rosa (cuanto más semianalfabeto era el censor, tanto más seriamente afirmaba que 'la novela es mucho mejor'), Los intocables, E la nave va..., mientras evité con hábil escorzo ensalzados bodrios como Masacre o Novecento. El mayor regalo, empero, obtenido por este sencillo sistema fue la milagrosa Blade Runner, uno de los mayores esfuerzos metafísicos del cine actual. Como la metafísica a la que me refiero no es la tópica concentración ceñuda del estreñido esforzándose por producir lo que le sobra (según la conocida imagen del Pensador de Rodin), sino la reflexión vivaz y melancólica de la rosa del presente en la cruz del porvenir, fue de inmediato tachada de "efectista" (insulto tan cruel como llamarla "cinematográfica", pues no hay película que no lo sea), "deslavazada", "pretenciosa", y -crimen de crímenes- "superficial. El cine americano ya no es lo que era, comentó algún sesudo sabio que hace veinte años llamaba fascista John Ford y "codicioso artesano" a Hitchcock. Bueno, al menos él sí sigue siendo lo que era: un solemne imbécil.
Creo que Savater le carga la mata a los críticos y procede por la vía de la exageración para mejor demostrar su punto, con el que estoy de acuerdo: el gusto se forma a pesar de los otros. Espero que no se interprete lo antes dicho como una defensa corporativa. Nada más detestable que el gremialismo, en mi opinión, en cualquiera de sus sentidos o encarnaciones. Mi mayor objeción se refiere a la frase donde afirma que la posibilidad de escribir implica la obligación de dogmatizar el propio gusto. Una cosa es querer contribuir a la formación de un canon literario desde una amplia experiencia de lectura y otra muy distinta erigirse en el Júpiter tonante que fulmina con sus rayos a los malos escritores y eleva al Olimpo a los buenos. El dogmatismo es casi tan cargante como el gremialismo.

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