viernes, mayo 29, 2009

Casa

Supe de la existencia de Enrique Prochazka por una entrada del Dietario voluble de Enrique Vila-Matas, que a su vez remite a Puente aéreo, el blog del crítico y profesor de literatura peruano Gustavo Faverón. Es que Prochazka -con "apellido de jugador de fútbol polaco", según Vila-Matas- es peruano, pero también un escritor que -dice Faverón- le escribe "sobre todo a la intelectualidad" y de este modo "reduce su público infinitamente". Con esa vaga referencia en la memoria, no pude menos que comprar un libro suyo en una de las librerías porteñas que recorrí hace pocos días, Casa, en la cuidada edición española de 451 editores.

Y no me arrepiento. La novela, de poco más de cien páginas, es de una densidad poco habitual en la literatura latinoamericana (y universal, si me apuran), que efectivamente, como señala Faverón, exige "un lector entrenado y que maneje muchos referentes". El autor estudió filosofía, antropología y arquitectura y todas aquellas disciplinas se dan cita en el texto que, sin embargo -salvo quizá por el uso de términos cuya especificidad obliga a recurrir al diccionario-, carece de pedantería. Prochazka tiene un talento indudable, que le permite hilvanar una historia mucho más mental que cuaquier otra cosa y que, en esa exploración de lo que ocurre en la cabeza del protagonista, un destacado arquitecto estadounidense, logra situar no sólo una elegante estructura ideológica, sino también suspenso y progresión narrativa. La historia es escueta: el protagonista se da un fuerte golpe en la cabeza y, al momento de despertar del trauma, ha perdido la memoria de los recién pasados quince años. Se descubre gordo, flojo, viudo, con dos hijos adolescentes (al mayor lo recordaba de niño; y de la segunda, de perturbadora belleza y parecido con su madre, no conocía siquiera su existencia) y en una casa blanca, enorme y misteriosa, cuyos audaces volúmenes y los secretos que esconden los pliegues arquitectónicos plantean desde ya un enigma. La casa, piensa el arquitecto, que la diseñó en el período que ahora ha perdido, es la llave que lo conducirá hacia el pasado y, si descubre por qué diseñó un espacio tan perturbador y singular, sabrá también quién es, por qué ha vivido recluido, por qué se ha convertido en Alguien -así, con mayúscula- que es una referencia, o una autoridad, en los más escogidos círculos intelectuales. El camino es cualquier cosa menos expedito, y el manifiesto -que eso es- de la arquitectura plasmada en la casa conduce a derroteros cada vez más inesperados. Casa es una novela que no se agota en la primera lectura, pero eso no molesta: al contrario, por el estilo y calidad de las interrogantes que pone en juego, queda ahí, también misteriosa, también preñada de amenazas, perturbadora como un mal sueño al que, sin embargo, habrá que volver algún día.

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miércoles, mayo 27, 2009

Los fantasmas del masajista

Las editoriales pequeñas de Argentina tienen catálogos notables. Eterna Cadencia es librería y editorial, con pocas publicaciones hasta el momento, pero todas muy cuidadas. Entre ellas está esta novela o cuento largo o artefacto (incluye una larga sección de fotografías relacionadas con el texto) de Mario Bellatin, su más reciente producción, que probablemente aparecerá luego en otras editoriales españolas o mexicanas.

La novela tiene la textura de esas pesadillas que se resisten a abandonarnos en el tránsito desde el sueño a la vigilia, a pesar, o quizá debido a, la precisión del lenguaje y la apelación a elementos cotidianos y aparentemente normales. Bellatin compone la figura de un narrador a quien le falta el antebrazo, igual que a él, y que acude, en cada visita a Brasil, a una clínica especializada en mutilados. Hay un masajista especialmente hábil para tratar los nudos musculares que se le forman debido a su falta de antebrazo, masajista que también es el favorito de una mujer que recientemente ha perdido una pierna y siente dolores atroces allí donde ya no hay nada. Un día, el narrador advierte que el masajista ha adelgazado de manera considerable. A partir de ahí comienza de verdad la novela: ha muerto la madre del terapeuta y el hijo murmura, al oído del narrador, la historia de su madre, una artista del arte de la declamación. De poesía, claro, pero también, y de ahí su éxito, de canciones populares. Y en ese punto también la novela entra en una deriva que se aproxima a los sueños, a ese flujo de hechos que parece normal pero que obedece a una lógica imposible de aceptar desde la vigilia. Bellatin interroga los límites y, así como una mujer siente dolores en partes del cuerpo que no existen, así también otros personajes pretenden estirar las fronteras de la vida. La novela es perturbadora y extraña, pero quizá también una de las más felices de Bellatin. Las fotografías de las páginas finales componen un relato paralelo, donde lasupuesta ilustración de las escenas es en realidad otra manera de leer desde el sueño, desde el descentramiento de lo real, una historia que se ancla en la memoria y ahí se queda, fina y angustiante.

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martes, mayo 26, 2009

La ciudad


Esta es la primera novela de Mario Levrero, que publicó cuando tenía 26 años. El desencadenante de la escritura fue Franz Kafka. Levrero dijo, según cita Ignacio Echevarría en el prólogo, que "fue leer América,y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad". Es casi un ejercicio de estilo, un escribir a la manera de Kafka, pero no del Kafka deformado por el cliché (el absurdo, la negrura, la desnudez metafísica), sino el escritor humorístico que ve a través de los pliegues del mundo y retrata con crueldad el paisaje desangelado que queda a la vista.

Sospecho que a Echevarría no le gustó la novela. Escribe, diplomáticamente, que "es una novela muy difícil de presentar". Tiene toda la razón; aunque en ese ejercicio Levrero comienza a perfilar una voz propia e inconfundible, no deja de ser una novela de juventud, primeriza, con todos los ripios, baches y tropiezos que es dable esperar. Para empeorar las cosas, luego de la edición uruguaya perdida en el tiempo (data de 1970), apareció en España en 1999 en una colección dedicada a la literatura fantástica, en compañía de Philip K. Dick y otros próceres de la ciencia ficción. Claro que es válido interpretar esta novela como una suerte de crónica de una invasión de aliens, pero así se restringe de manera brutal el arco de sentidos posibles. Hay escenas inolvidables, texturas insólitas, escenas absurdas, erotismo imposible, calentura juvenil, y ese paisaje uruguayo de trenes y planicies, de derrumbe urbano y almacenes rurales que nada tiene que ver con Kafka, pero que lo traduce y reinterpreta a la manera del mejor discípulo posible.

Pero también hay mucha cosa prescindible. Es de esas novelas en que uno mira constantemente cuánto falta para terminar, aunque se sepa de antemano -nada más fácil de saber- cuántas páginas tiene. Una novela que se lee por el autor y no por lo que contiene. No toma mucho tiempo y vale la pena, aunque da sólo atisbos de todo lo que vendrá. Y eso, aunque parezca contradictorio, es muy destacable: se puede leer a Levrero en el sentido inverso, desde su obra mayor hasta su obra juvenil, sin resentir el trayecto.

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Ciencias morales


Una novela como las que me gustaría leer en Chile sobre la época de la dictadura: personajes anodinos y miserias cotidianas contra el telón de fondo que moldea conductas, sospechas y relaciones; y un abuso, un sólo abuso, que no por aislado es menos terrible y que sólo es posible en virtud de ese panorama general que apenas se sugiere. Los pequeños delatores, los guardianes del deber ser, los que reciben un poder vicario pero no menos opresivo, los que encarnan esa perversa manera de ejercer la corrección en nombre de abstracciones inhumanas, los que, en realidad, hacen posible que las dictaduras se sostengan más allá del mero ejercicio del poder de las armas: el señor Biasutto.

Y, del otro lado, las víctimas, con la ingenuidad de la juventud y la credulidad que emana de la ignorancia, atrapadas en una madeja de tensiones soterradas, que aceptan como normal un orden de cosas profundamente trastocado y que, cuando se revela en su real dimensión y las hace sentir la violencia en carne propia, no pueden responder más que con el pavor mudo, el silencio estremecido, el terror paralizante y, lo que es peor, con un punto de complicidad: la señorita María Teresa, a quien en casa llaman Marité.


La historia es simple y está muy bien contada, con un estilo frío y preciso y tanto más eficaz por ello. Transcurre casi por completo en el Colegio Nacional de Buenos Aires, la institución más antigua y prestigiada de la Nación, en 1982, cuando estalla la guerra de Las Malvinas y la dictadura argentina se encamina hacia su abrupto final. Pero ese es el telón de fondo. Sobre ese tapiz, Kohan logra construir una novela minuciosa, a ratos asfixiante y de una rara sabiduría para dosificar los efectos y hacer crecer, en el lector, la opresiva sensación de déja vù que puede asediar a cualquier latinoamericano que vivió en esos años. Pero no sólo a ellos, en realidad: a cualquiera que haya sufrido la presencia ominosa de los dueños de la verdad, que nunca faltan en cualquier época o régimen político.


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