jueves, noviembre 23, 2006

Tricky Dick

En su campaña senatorial de 1950, Richard Nixon se ganó un apodo que lo acompañó a lo largo de toda su vida: Tricky Dick, Ricardito el Tramposo, por la ferocidad y la mala leche que aplicó para arrebatarle el escaño a la demócrata Helen Garrahan Douglas. Ella era una firme anticomunista, pero Nixon la bautizó como Pink Lady y utilizó de manera mañosa el apoyo que brindaba a la senadora una organización con una sigla muy parecida a la de la Liga de Mujeres Comunistas. A cualquier hora del día sonaban los teléfonos en las casas y una voz decía: "¿Sabía usted que Helen Douglas es comunista?". Si quien recibía el llamado decía, al responder, "Vote Nixon " y la llamada procedía del comando, podía elegir de inmediato un premio entre una gran variedad de electrodomésticos.

Con trucos como esos, más una impresionante cantidad de dinero, Tricky Dick consi
guió el escaño. Cuatro años antes, con una campaña tan sucia y bien financiada como la senatorial, había logrado ser elegido para la Cámara de Representantes. Fue el inicio de una meteórica carrera política que lo llevó a ser el vicepresidente más joven de la historia de Estados Unidos en 1952, con Ike Eisenhower como presidente; pero en esa oportunidad tuvo también un grave tropiezo, del que se libró gracias al clima de la guerra fría, a los aciertos retóricos de un discurso y a la flojera de sus opositores demócratas. Y también, por cierto, a la mentira descarada y el abuso de la buena fe de los electores.

Cuando Nixon se lanzó a la carrera senatorial, un grupo d
e industriales californianos y texanos constituyó un fondo en su beneficio, que supliera lo que dejaba de ganar al dedicarse a la política en detrimento de su profesión de abogado. La prensa descubrió el fondo cuando Nixon ya recorría el país en campaña. Eisenhower, en un primer momento, no lo apoyó explícitamente y pidió que todo se aclarara. El candidato a vicepresidente se puso frente a las cámaras de televisión y su discurso fue visto por 60 millones de telespectadores. Nixon argumentó que el fondo no era secreto; que todo el dinero había sido destinado a la campaña; y que ninguno de los contribuyentes había recibido "más consideración" que cualquier ciudadano común. Por supuesto, mentía en las tres cosas, pero tuvo éxito en la negación sobre todo gracias a que reconoció que un texano le había regalado un cocker spaniel blanco y negro, bautizado por su hija Tricia como Checkers. "Ya saben ustedes -dijo- que las niñas, como todos los niños, adoran al perro. Sólo quiero decir una cosa, por ahora, al margen de lo que digan de él, vamos a quedárnoslo". El texto pasó a ser conocido como "El discurso Checkers". Años más tarde, en una campaña, un asistente gritó: "¡cuenta la del perro, Dick!". Nixon se enfureció y ordenó que sacaran al gracioso del lugar.

Todo esto lo narra Anthony Summers en Nixon. La arrogancia del poder (2000; Península, 2oo3), estupenda y muy bien documentada biografía de uno de los personajes más oscuros y conflictivos de la historia de Estados Unidos. Tal como lo demuestra Summers, el escándalo de Watergate fue sólo la culminación de una carrera política llena de intrigas, de malas jugadas, de trampas, de dinero sucio, de espionaje a los rivales, así como la presidencia del país fue el punto de llegada de un hombre que ambicionaba, ante todo, el poder, y que, cuando llegó a la cima, se sintió todopoderoso. Cuando la investigación de Watergate ya lo amenazaba directamente, le dijo a su asistente de prensa, Ron Ziegler, comentando los ataques a su persona: "¡Dios Santo!, todas las esperanzas de este mundo, Ron, las esperanzas de paz, ¿sabes dónde residen? Residen aquí mismo, en esta condenada silla (...). La prensa tiene que haberse dado cuenta (...) piensen lo que piensen de mí, tienen que darse cuenta de que yo soy la única persona en estos momentos, en este inmenso mundo ciego, que puede hacer algo, ¿sabes? Procura que no se saque de quicio".

El libro de Summers aprovecha muy bien lo investigado por anteriores biógrafos e historiadores, con la ventaja de contar con mucho más información: tras décadas de batallas legales, ya se han dado a conocer casi la cuarta parte de las cintas de la Casa Blanca. Nixon registraba todas sus conversaciones y lo poco que entregó al Senado en 1973 fue determinante en su caída, aunque evitó que fuera a juicio. Si los nuevos antecedentes encontrados y los diálogos excepcionales por su crudeza verbal y su ambigüedad moral hubieran sido conocidos en la época, Nixon habría ido a la cárcel por más años que sus colaboradores.

La decadencia de Nixon en su segundo mandato es abismante. Se emborrachaba. Abusaba de un medicamento que, en cantidades desmedidas, producía mareos y confusión; combinado con el alcohol, convertía al presidente en una especie de autómata delirante. Todos sus colaboradores aprendieron a no obeceder sus órdenes en las noches, que casi invariablemente eran revocadas por la mañana. Pero quizá el momento más peligroso se produjo durante la guerra de 1973 entre Israel y los Estados vecinos.

En un momento del conflicto, y probablemente envalentonado por la manifiesta debilidad del gobierno estadounidense, la Unión Soviética envió un mensaje de extraordinaria dureza, anunciado medidas
unilaterales en la zona de guerra. Nixon ya estaba durmiendo y su ayudante no quiso despertarlo (adujo que no se podía, pero, considerando las circunstancias, también es probable que no quisiera hacerlo). El secretario de Estado, Kissinger, y los altos mandos militares decretaron la alarma nuclear, que disuadió a los soviéticos de escalar el conflicto. Lo grave es que todas aquellas decisiones se tomaron sin la anuencia del jefe de Estado y que, si hubiera estado presente en las reuniones, quizá las consecuencias habrían sido mucho peores.

El libro de Summers sirve también como una crónica política de las primeras décadas de la guerra fría. Nixon, como vicepresidente, fue partidario desde el inicio de buscar por todos los medios -todos- el derrocamiento del régimen cubano, información que ocultó hasta su muerte. En las elecciones de 1968, conspiró para que no se concretara la iniciativa de paz de Johnson y convenció al presidente de Vietnam del Sur de que la rechazara. 20 mil soldados estadounidenses y cientos de miles de soldados y civiles vietnamitas murieron durante su mandato. Apoyó también, con mucha energía, el derrocamiento de Salvador Allende en Chile, aunque esa historia ya la conocemos bien. Con todo, quizá la peor consecuencia de su mandato fue minar la confianza ciudadana en los políticos y en sus autoridades. El abuso de poder, el recurso a la mentira y el estilo autoritario de gobierno se marcaron como una impronta que sigue presente en la vida política de Estados Unidos. No sorprende, así, que hace pocos días un portavoz del gobierno estadounidense haya afirmado que "probablemente Irán tenga armas biológicas", aunque sean tan fantasmales como el arsenal de armas de destrucción masiva de Saddam Hussein.



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lunes, noviembre 20, 2006

Noticias frescas del padrecito Stalin


El primer hombre de acero no fue Superman, sino Stalin. Iossip Visarionovich Dzujashvili, georgiano y revolucionario de primera hora, eligió como nombre de guerra Stalin, acero, tras ser conocido más familiarmente como Koba –un héroe de su Georgia natal- en los primeros círculos bolcheviques. Fue una de las figuras dominantes en primera mitad de la historia del siglo XX, pero sólo tras el derrumbamiento de la Unión Soviética han surgido nuevas y poderosas revelaciones sobre su vida.

A pesar de la relevancia de Stalin como personaje histórico, pocos investigadores enfrentaron seriamente la tarea de escribir su biografía antes del desmoronamiento de la Unión Soviética, probablemente por las enormes dificultades que entrañaba la tarea. Ello dio pie a que se afianzaran versiones sobre algunos hechos significativos de la vida de Stalin, no necesariamente ciertas, pero que pasaron a formar parte esencial de su perfil histórico. En los años noventa, en cambio, proliferaron las versiones sobre su vida, pero, en la inmensa mayoría de los casos, prácticamente no avanzaron en el conocimiento historiográfico ni despejaron las incógnitas que siguen pesando sobre la accidentada carrera del dictador.

Tres obras recientes son extremadamente útiles para discernir mejor qué se sabe y qué se ignora aún -y probablemente permanecerá oculto para siempre- sobre la vida de Stalin, y también para echar abajo algunos mitos sumamente arraigados sobre el gobernante soviético.

Amis, Montefiore, los hermanos Medvedev

El primero de ellos, cronológicamente, es Koba el Terrible. La risa y los veinte millones, del escritor británico Martin Amis (Jonathan Cape, 2002; Anagrama, 2004). Aunque es más bien un ajuste de cuentas con los progresistas ingleses, perfila con mucha claridad la imagen del dictador tal como pasó a la historia en su versión más popular: el energúmeno, el paranoico, el asesino inmisericorde, el envidioso del talento de otros, sin matices y con el apoyo documental logrado por talentosos -y conservadores- historiadores británicos, como Robert Conquest y Robert Service.

El segundo es La Corte del Zar Rojo, del historiador -también británico, formado en Cambridge- Simon Sebag Montefiore (Knopf, 2003; Crítica, 2004). Robert Service sostiene que ésta “es la primera biografía real de Stalin”: los trabajos previos, dice, eran necesariamente fragmentarios e incorporaban en exceso la historia de la Unión Soviética, a falta de “información directa sobre uno de los dictadores más famosos del mundo”.

El libro es apasionante. Montefiore es un escritor soberbio, que suma a la riqueza del estilo y la habilidad para el relato el acceso a las fuentes que tanto echaban de menos los historiadores anteriores. Escrito con la misma amenidad de la mejor novela, el autor cubre el período que va desde 1932 a 1953 (y aún así el libro tiene más de 800 páginas). La elección del punto de partida no es casual: en ese año, tras una regada celebración en el Kremlin, se suicidó la segunda esposa de Stalin, Nadya Allilluyeva (la primera, madre de su hijo Jakov, murió de tifus). El hecho produjo no sólo el quiebre emocional del dictador, sino también, en la lectura de Montefiore, un cambio esencial: a partir de entonces Stalin dejó atrás los últimos rasgos de humanidad que podían quedarle y comenzó a preparar, de manera sistemática, el gobierno del terror.

El tercer libro es El Stalin desconocido, de los hermanos historiadores Zhores y Roy Medvedev (Tauris & Co., 2003; Crítica, 2005). Para Montefiore, se trata de una “exploración fascinante e innovadora”, aunque contradiga algunas de sus afirmaciones. El volumen está conformado por artículos que pueden leerse de manera independiente, firmados ya sea por Zhores, por Roy o por ambos. El libro es también apasionante por la variedad de temas que convoca, por su claridad argumentativa y por el peso de la evidencia puesta en juego. En muchos aspectos complementa al de Montefiore, puesto que los autores tratan extensamente cuestiones que en la biografía están menos desarrolladas.

Si no hubiera, como siempre que se trata de Stalin, muerte y exilio, los capítulos sobre el dictador y las ciencias, especialmente la lingüística, serían partes de una historia universal del ridículo y una prueba más de lo aberrante que es anteponer la ideología a la ciencia. Otros capítulos son simplemente escalofriantes, como los referidos al Gulag Atómico o al asesinato de Bujarin, narrado sobre el trasfondo del Gran Terror.

De la caricatura al retrato

Un historial tan siniestro como el de Stalin, más aún si se considera la falta de documentación y de testimonios fiables, induce a la caricatura, ya sea para escarnecerlo o para alabarlo (cuestión que afortunadamente ya dejó de ocurrir). Al respecto, Montefiore señala que, a partir de la nueva documentación encontrada y aquella alcanzable para todo el mundo, espera que “Stalin se convierta en un personaje más comprensible e íntimo, aunque no menos repelente”. De esta manera, sin dejar de señalar los crímenes de Stalin, ofrece mucho más referencias y anécdotas que permiten comprender mejor al dictador soviético, su entorno y su época.

Pero también está la caricatura. Martin Amis defiende a su padre, Kinsgley, y a sus amigos que ya en la década de los cincuenta se llamaban a sí mismos “los fascistas”, por denunciar precozmente las atrocidades del estalinismo y el Gulag. Carga entonces las tintas sobre Stalin y lo pinta de la manera más grotesca posible. Su objetivo real es el apoyo que la izquierda mundial brindó a la Unión Soviética aún después de las denuncias de Jrushchov. El subtítulo del libro remite a una constante en el ensayo, la risa nerviosa que despertaba, en muchos de sus interlocutores progresistas, la cifra astronómica de veinte millones de muertos imputables a Stalin. Sin embargo, para conocer y entender mejor al personaje y su papel en la historia, mucho más útiles son los otros textos nombrados más arriba. Veamos el contraste en algunos de los puntos donde más se enfrentan las versiones.

Stalin y la Operación Barbarroja

En el famoso discurso de 1956 en que Nikita Jrushchov denunció los crímenes del estalinismo y el culto a la personalidad, dijo también que Stalin, en el momento de la invasión alemana, se había derrumbado psicológicamente hasta el punto de abandonar el poder durante una semana. Insistió en esa versión en sus Memorias y la amplió usando como fuente a Beria. En 1941 Jrushchov estaba en Kiev, y por lo tanto no fue testigo de los hechos que narra. A pesar de la debilidad de la versión, se impuso en la historiografía y fue recogida por un gran número de autores. En los libros incluidos en este artículo, Amis la suscribe plenamente y señala como causa que Stalin “no pudo soportar que la realidad se comportara en forma diferente a sus deseos”. El deseo era que Hitler postergara un año la invasión a la Unión Soviética; la realidad era que 3 millones de soldados alemanes estaban cruzando las fronteras.

La historia continúa. Según Jrushchov y Anastas Mikoyan, el domingo siguiente a la invasión, sus más cercanos acudieron a la dacha de Kuntsevo, donde Stalin se había recluido. El dictador los recibió expectante, sin saber a qué iban y, según Mikoyan, claramente temeroso de que hubieran llegado a detenerlo. Molotov propuso la formación del Consejo de Defensa del Estado, pequeño comité que se encargaría de la dirección de la guerra, y Beria sugirió los nombres, así como que la presidencia, naturalmente, recaería en Stalin.

Montefiore también recoge esta versión, pero reduce el tiempo de ausencia al sábado y domingo siguientes al inicio de Barbarroja. En 1991 se descubrieron los archivos del libro de visitas del Kremlin, que indican con gran exactitud quiénes ingresaban al despacho de Stalin. Es información valiosísima para los historiadores, que por esa vía han logrado reconstituir cabalmente la agenda del dictador. Efectivamente, en aquel fin de semana no se registran reuniones en el despacho del Kremlin. Aunque la evidencia es frágil, Montefiore probablemente optó por esta versión porque encontró una explicación que la hace coherente: tal como Alejandro Magno y sobre todo Iván el Terrible, Stalin quiso poner a prueba a sus subordinados, abandonando el poder sólo para regresar luego con más atribuciones y potestades, si ello era posible aún en la Unión Soviética.

Los Medvedev, en cambio, afirman que todo el episodio “es pura inventiva”. Sus fuentes son el mencionado libro de visitas y las memorias de Zhukov, quien detalla las dos visitas que aquel sábado hizo Stalin a la Stavka (el centro de mando militar) y las observaciones que hizo sobre la estrategia de combate. De manera que queda sólo el domingo; y es totalmente inverosímil, dicen, que Molotov, conocido por su absoluta sumisión al dictador, hubiera propuesto una iniciativa tan importante; y menos creíble aún es que Beria, el más inteligente de todos, propusiera los nombres de los integrantes. Actuar así era no conocer a Stalin. Era desafiar la muerte y todos ellos tenían desarrollado un alto sentido de la supervivencia. La famosa frase que citan Amis, Montefiore y muchos historiadores -“Lenin nos legó un estado soviético proletario y lo hemos echado a perder”- puede haber sido pronunciada en algún momento, pero, en todo caso, de ninguna manera es el síntoma de una crisis que hubiera llevado a Stalin a resignar el poder.

La muerte de Stalin

Montefiore narra de manera impecable los hechos que rodearon la muerte del dictador, basado en una amplia variedad de fuentes. Su relato, según los Medvedev, se ajusta a la versión oficial, que tiene enormes vacíos.

Para contextualizar lo que ocurrió en marzo de 1953, hay que señalar que en 1945 Stalin sufrió una apoplejía, de la que se recuperó bien. En 1952 dejó de fumar, lo que lo hizo subir mucho de peso. En política, estaba empeñado en una operación represiva cuyos blancos eran médicos, dirigentes georgianos y judíos. Tenía en mente una completa reestructuración de la cúpula del poder, lo que explicaba el creciente cerco tendido en torno a Beria y el alejamiento de Molotov. Tenía 73 años.

El 28 de febrero, Stalin fue al Kremlin a ver una película junto a sus asiduos, Jrushchov, Bulganin, Malenkov y Beria, y luego los invitó a cenar a Kuntsevo. Terminaron alrededor de las cuatro de la mañana. Stalin odiaba estar solo los domingos, de manera que era un rito establecido que, apenas despertaba, llamaba a sus cercanos y los convocaba a almorzar a la dacha. Guardias, cocineros y empleados de aseo estaban desde temprano atentos a sus movimientos. No sólo había teléfonos en todas las piezas, sino también sensores de movimiento, que indicaban al personal en qué lugar de la dacha estaba exactamente Stalin.

La versión oficialmente establecida (no la que entrega Amis, más atrasado en las fuentes) es que no hubo movimiento alguno en la casa. Y si aquello era inquietante a las 11 de la mañana, con mayor razón a medida que pasaban las horas y, en los aposentos de Stalin, nada: ni una llamada, ni una luz que se encendiera, ni una indicación de los sensores de movimiento. Los guardias y el personal de servicio aguardaban, expectantes y temerosos. A las diez de la noche llegó desde el Kremlin el pesado paquete de correspondencia para Stalin, que debía ser entregado de inmediato al dictador. Fue la excusa para entrar en sus habitaciones.

La escena siguiente está bien documentada. “Stalin yacía en el suelo, junto a la mesa -escriben los Medvedev-. Llevaba puestos el pantalón del pijama y una camiseta, y se había orinado encima. Era obvio que llevaba tumbado varias horas y que su cuerpo estaba muy frío”.

Lo que sigue es aún más enigmático que el silencio del día. El coronel a cargo, Starotsin, llamó a su superior, Semion Ignatiev, ascendido pocos meses antes y fiero enemigo de Beria. Éste le indicó, solamente, que hablara con... Beria. Siguieron pasando las horas: recién a las tres de la mañana llegaron Beria y Malenkov. El primero miró al dictador y le dijo al otro guardia presente: “¿Por qué tienes miedo, Lozgachev? ¿No te das cuenta de que el camarada Stalin duerme a pierna suelta? No le molestes y deja de alarmarnos”. Alrededor de una hora antes, Jrushchov y Bulganin habían llegado a la dacha, pero se quedaron en la caseta de guardia, porque, según el primero, “no era apropiado pasar a ver a Stalin si se encontraba en ese estado tan poco presentable”. Sólo a las 9 de la mañana llegaron los médicos a Kuntsevo. El dictador nunca recuperó el conocimiento y murió el 5 de marzo, media hora después de que concluyera la reunión del Presidium del Comité Central del PCUS donde se rebarajó el mapa del poder.

Para los Medvedev, es imposible que no haya habido una reacción más temprana al silencio de Stalin. Un cuerpo de guardia formado para reaccionar ante la menor señal de alerta no puede haberse quedado, como indica la historia oficial, esperando el paso de las horas. Tampoco es creíble que los más cercanos a Stalin, que esperaban almorzar en Kuntsevo, no hayan intentado comunicarse antes con el dictador.

Lo que está claro es que todos necesitaban tiempo para negociar y repartirse el poder. Hay un dato interesante, también carente de explicación hasta ahora: el lunes 2, Pravda suprimió por completo la campaña de prensa en contra de las víctimas de la ola represiva del momento, orden que sólo pudo haber sido despachada antes de las 13 horas del domingo; y sólo pudo provenir, por cuestión de jerarquía, de Ignatiev. No es nada difícil suponer que las negociaciones comenzaron temprano. De hecho, aunque Ignatiev perdió su cargo, asumió en otro, y el resto de los comensales del sábado anterior, los últimos en hablar con Stalin, se repartieron el poder sin violencia. Y aunque la estabilidad duró pocos meses, hubo tiempo para limpiar a fondo -quemar, más bien dicho- todos los documentos del Vozhd (el jefe) que pudieran comprometerlos.

Tres años más tarde, Jrushchov hizo el discurso en que denunció los crímenes del estalinismo. Roy Medvedev era, en ese tiempo, director de una escuela rural cerca de Leningrado, y le correspondió organizar una reunión de los profesores y los trabajadores cercanos para escuchar el discurso, que no se imprimió ni se difundió por la radio, sino que circuló boca a boca, por así decirlo, en reuniones y asambleas locales. El efecto del discurso, escribe, fue como el de una “bomba de neutrones: afectó a la gente mientras las estructuras parecían permanecer intactas”. Los efectos del estallido sólo se hicieron patentes más de treinta años después.

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viernes, noviembre 10, 2006

La fiebre del oro, 2: el Tesoro de Yamashita

Los periodistas Sterling y Peggy Seagrave han dedicado buena parte de su vida profesional a sacar a la luz trapos sucios de prominentes Estados, familias y organizaciones. Sus libros se van encadenando uno tras otro: desde la dinastía Yamato a la familia Marcos, hasta el último, y primero traducido al español, Los guerreros del oro. El tesoro de Yamashita y la financiación de la guerra fría.

Los amantes de las teorías de conspiración gozarán con este libro. Quienes las toman a beneficio de inventario, avanzarán dificultosamente en la lectura. Esas teorías suelen no resistir un análisis racional; basta suponer la ausencia o presencia de algún factor para que se derrumben o parezcan del todo inverosímiles. La historia y la política incluyen siempre un fuerte componente azaroso; en cambio, las conspiraciones requieren de la conjunción de voluntades y de factores diversos tan difíciles de lograr como el crimen perfecto de las novelas policiales.

Y cuando se trata de una conspiración de las proporciones que denuncian los Seagrave, que involucra a gobiernos como el estadounidense, el británico y el japonés, por lo bajo; los más grandes consorcios financieros mundiales; líderes de la yakuza japonesa y fabircantes de heroína del Triángulo Dorado; el Vaticano; el emperador Hirohito y toda su familia; el ex dictador Marcos y toda su familia, hay razones para abordar el texto con muchas prevenciones, a pesar del abundante aparato de notas que indican las fuentes desde donde los autores obtuvieron la información (además, por 50 dólares, es posible comprar tres cds de respaldo en el sitio web de los Seagrave; en el texto hay múltiples referencias a este respaldo, que creció de dos a tres discos desde que apareció en español).

La historia es plausible, en todo caso. Lo que mueve a la desconfianza son sus dimensiones siderales y la variedad de los involucrados. Tal como dice el texto de la contratapa, “la trama de corrupción y de crimen revelada en este libro es tan escandalosa que parecería novelesca, si los autores no nos ofrecieran una amplia documentación para verificarla”. Y, sin embargo, la editorial Crítica, que es muy seria, no publicó este libro en la colección lógica, “Crítica Memoria”, donde han aparecido un gran número de textos referidos a la Segunda Guerra Mundial y a la guerra fría, sino en “Letras de Crítica”, colección que alberga más bien ensayos, opiniones y temas de teoría política (entre otros autores, están los economistas Paul Krugman y John Kenneth Galbraith). Pero vamos a la historia.

El expansionismo japonés: una empresa de rapiña

No hay matices en el análisis de los Seagrave. Desde 1895, en Corea, en Manchuria, en China, en Filipinas, en Malasia, en todos los países ocupados por la fuerza por el Imperio del Sol Naciente, se trató no sólo de la expansión territorial y del acceso expedito a materias primas, sino sobre todo de una expoliación sistemática de todas las riquezas posibles, con especial énfasis en las piedras preciosas, el oro y los objetos de arte. Se creó una organización, el Lirio Dorado, para acopiar los bienes, que estaba a cargo de los príncipes de la casa imperial. El saqueo fue especialmente riguroso en la península de Corea, una cultura mucho más antigua y refinada que la japonesa. Mientras duró la hegemonía nipona en Oriente, los tesoros llegaron a depósitos en cámaras del Palacio del Emperador, al Ejército y al Estado, especialmente para financiar el esfuerzo bélico. Mano de obra esclava llegó a los grandes conglomerados industriales, los zaibatsu, con más intensidad en la década de los treinta y mientras duró la guerra. La expoliación incluía también, desde luego, los recursos naturales -mineral de hierro, cobre, petróleo- que Japón se limitaba a extraer y transportar, sin pagar por ellos.

Las cuevas del tesoro

Cuando el bloqueo de los submarinos estadounidenses tornó en extremo riesgosa la navegación entre Japón y Filipinas, en 1943, fue necesario esconder el botín en este último país. Según los Seagrave, fuera cual fuera el desenlace de la guerra, los japoneses siempre contaron con mantener a Filipinas bajo su dominio, cosa bastante poco probable si se considera que el general Douglas McArthur, el derrotado en Filipinas, era la máxima autoridad militar estadounidense en la zona y se había preocupado de dar contenido a su famoso “volveré”.

De cualquier modo, algo había que hacer con las miles de toneladas de oro y piedras preciosas arrebatadas en Filipinas, Birmania, Malasia, Singapur, Hong Kong, Indonesia, Viet-Nam, Laos, Camboya, Indonesia, Tailandia, entre otros, y el territorio escogido para esconder el botín de guerra fue Filipinas. En la capital, Manila, se excavaron túneles y cámaras en torno y bajo la ciudadela, antigua fortificación española que ya tenía un complejo sistema subterráneo. Además, en la meseta cercana a Luzón, más al norte, había redes de cavernas naturales que fueron ampliadas y trabajadas para esconder enormes cantidades de lingotes de oro, estatuas de Buda del mismo metal, diamantes, rubíes, esmeraldas y objetos preciosos. Tanto la mano de obra esclava, formada por la población local y prisioneros de guerra occidentales, como los ingenieros y técnicos japoneses que supervisaron la operación, fueron enterrados vivos, para asegurar el secreto (pero los Seagrave encuentran testigos sobrevivientes con toda facilidad).

A cargo de la operación filipina estaba uno de los príncipes de la casa imperial. En el aspecto bélico, a mediados de 1944 asumió el mando el general Yamashita, uno de los más grandes estrategas en el mando de tierra del Japón, que humilló repetidas veces a McArthur y tornó lo que iba a ser su triunfal regreso en una humillante y extensa campaña que sólo concluyó tras la rendición de Japón.

En este punto se separan las historias oficiales de la que narran los Seagrave, aunque, en rigor, el sistemático saqueo nipón tampoco existe en la narrativa oficial.

El pacto de silencio

Yamashita rindió sus tropas, alrededor de cien mil hombres, e inmediatamente fue sometido a juicio. Se le acusó de crímenes de guerra especialmente por la batalla de Manila, que duró diez días. La acusación era difícilmente sostenible, puesto que las órdenes de Yamashita al almirante Iwabushi, a cargo de la ciudad, era que destruyera las instalaciones portuarias y retrocediera hacia el interior para resistir junto a los otros cuerpos del ejército a su mando. Iwabushi desobedeció la orden, se atrincheró en la ciudad, dio libertad a sus tropas –que saquearon, mataron y violaron mujeres filipinas a placer- y convirtió Manila en un infierno. El juicio, empero, avanzó con sorprendente rapidez y Yamashita fue ahorcado. Según los historiadores Williamson Murray y Allan Millet, autores de La guerra que había que ganar, tal celeridad y lo drástico de la condena obedecieron al odio de McArthur hacia un oficial que había demostrado ser mucho más eficiente que él en el campo de batalla.

Los Seagrave sostienen otra teoría. Según datos que manejan, la inteligencia estadounidense ya tenía pistas acerca de los escondrijos en las cuevas filipinas. No podían torturar a Yamashita, que tenía abogados, pero sí a su chofer, el comandante Kojima. Aquí surge otro personaje de cuento, Severino García Díaz Santa Romana, filipino casado con una de las herederas más ricas del archipiélago y especialmente hábil en la tortura. Tras muchos días de sistemático suplicio, doblegó la resistencia del chofer de Yamashita y obtuvo la ubicación de algunos escondites del tesoro.

Distintos personajes estuvieron detrás de Santa Romana, Samy para los amigos, pertenecientes a diversos organismos estadounidenses. Todos ellos llegaron a McArthur con la noticia y éste la hizo llegar a Washington. La decisión de Truman fue ocultar el hallazgo, por razones estratégicas, políticas y económicas. Cuidar el patrón oro y evitar la devaluación del dólar, contar con recursos para la cruzada anti comunista y evitar la complicadísima tarea de devolver a cada quien lo que le correspondiera fueron algunas de ellas. Sin embargo, es fácil advertir, como lo hacen los autores, que confiar fondos gigantescos a agencias gubernamentales sin imponer –mejor dicho, sin poder exigir- la obligación de rendir cuentas es abrir la puerta a la corrupción. Una estimación baja del tesoro de Yamashita –es decir, sólo lo acumulado en las cavernas de la meseta- se eleva a 100 mil millones de dólares de la época, es decir, por lo bajo unos 900 mil millones de dólares de hoy.

Cifras que marean

Pero hay que andarse con cuidado con las cifras, que sobreabundan en el libro, con frecuencia se contradicen entre una y otra página y son tan estratosféricas que da vértigo. Pero no sólo eso: el relato es repetitivo, abunda en detalles que no son atingentes, abusa de los “se dice” para luego darlo como hecho, hay largas secciones que tratan asuntos bastante laterales y un manejo mañoso, por decirlo de alguna manera, de otras fuentes.

Sería demasiado largo siquiera intentar resumir la trama de corrupción y crimen que se despliega a partir del descubrimiento del Tesoro de Yamashita. Sin duda que el contexto de la guerra fría llevó a que el gobierno estadounidense pusiera en la nómina de la CIA a criminales de guerra nazis y japoneses. También está fuera de cuestión que en el empeño por mantener a Japón como un bastión anti comunista hubo sobornos cuantiosos y que, probablemente, fueron financiados con riquezas saqueadas por los japoneses a terceros países; el gobierno estadounidense reconoce oficialmente la recuperación de 550 toneladas de oro. Y es posible también que todas las denuncias de los Seagrave sean ciertas; el problema con el libro es que no es convincente, a pesar de la montaña de datos, y que el desfile de miles de millones de dólares termina por sembrar la sensación de irrealidad.

Un caso notorio de abuso de fuentes respetables se refiere a Richard Nixon, acusado por los Seagrave de haber cedido completamente el control del Fondo M (creado sobre la base del tesoro de Yamashita para financiar operaciones de campo en Japón destinadas a mantener la hegemonía del partido cercano a los intereses de Washington) a los japoneses, a cambio de recibir apoyo financiero para la campaña presidencial de 1960, cuando enfrentó a Kennedy y perdió. Si Nixon, como vicepresidente, podía tomar una decisión de este tipo, ¿qué real necesidad había de que cediera el control del Fondo M, que ascendía a 30 o 35 mil millones de dólares de la época? Para dar fuerza a su acusación, Los Seagrave citan como autoridad a Anthony Summers, autor de la estupenda biografía de Nixon La arrogancia del poder. Summers, dicen los Seagrave, “demuestra que para impulsar su carrera política, Nixon llegó a tener tratos financieros con Meyer Lanski y otros personajes del mundo del crimen organizado”. Efectivamente, Summers pudo concluir que Nixon recibió a lo menos 500 mil dólares de parte de Lanski y probablemente otra cifra igual de la mafia italiana. Un millón de dólares, cifra que los Seagrave se cuidan de no indicar. Por carambola, si Nixon aceptó ese dinero sucio, ¿por qué no iba a hacer tratos con los japoneses? Podría haberlo hecho, por cierto, pero de Nixon se puede decir muchas cosas, menos que era tonto.

Se puede también estar de acuerdo con una de las conclusiones de los Seagrave: Estados Unidos se ha convertido “en una nación a la que ya no respeta la mayor parte del mundo, una nación movida por la codicia, viciada por el tráfico de influencias, controlada por el temor y engañada por la mentira”, pero para ello basta leer los diarios, no hace falta el Tesoro de Yamashita para convencerse.

La historia es provocativa, pero está desperdiciada por falta de rigor y exceso de detalles poco relevantes. De hecho, no sería extraño que en una próxima edición o en el cuarto cd apareciera el certificado de depósito de 9.6 toneladas de oro en el HSBC, que parece ser lo único real en la trama de El número Landry.

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sábado, noviembre 04, 2006

La fiebre del oro, 1: Traven, Huston, Bogart

“El oro es algo endemoniado; créanme, chamacos. En primer lugar suele cambiar totalmente el carácter de los hombres. Cuando se ha conseguido, el alma no es la misma que antes de obtenerlo, y nadie escapa a esto. Puede llegar a amontonarse tanto que será imposible transportarlo, pero mientras más se tiene más se ambiciona y ocurre lo que cuando alguien se sienta ante la ruleta, que siempre piensa en una última vuelta. Así el afán sigue indefinidamente. Se pierde la noción del bien y del mal, se olvida la diferencia entre lo honesto y lo deshonesto, se pierde la facultad de juzgar” (B. Traven, El tesoro de la Sierra Madre).

Segunda novela de B. Traven, publicada en 1927, fue aclamada de inmediato por el público y la crítica. La primera, El barco de la muerte, publicada un año antes, tuvo también un relativo éxito, pero El tesoro... despertó la curiosidad de todos sobre el autor. Pero Traven -hombre de múltiples seudónimos y pasado conflictivo- sostuvo siempre que la biografía del autor está en sus obras. Se radicó en México, donde ocurren la mayoría de sus obras. Se entendió con los editores a través de su traductora al español, Esperanza López Mateos, y mantuvo a rajatabla su anonimato. Sobre ello se ha tejido una leyenda que alimenta el interés por sus obras.

Uno de los hechos más controvertidos de su biografía es si fue o no fue Ret Matut, actor y uno de los protagonistas de la República de los Consejos de Baviera en 1919, cuya participación en ella le costó una condena a muerte y la salida a escondidas de Alemania. Hay quienes lo dan por hecho: una editorial española publicó las columnas de Marut en la revista El ladrillero con el título En el país más libre del mundo, con una doble firma: Ret Marut/B. Traven. Es posible: a lo largo de su obra -y especialmente en su primera novela- abunda en frases y juicios que revelan un enfoque anarquista sobre el Estado y la sociedad. La burocracia es el gran enemigo, repite, y la historia da para multiplicar los insultos: un “barco de la muerte” es un barco que ya no sirve, que está destinado al desguace, pero, para cobrar el seguro, los propietarios tienen que hundirlo. Ahí navegan sólo los marineros que no tienen pasaporte o quienes no pueden usarlo porque huyen de la justicia; barcos malditos no por algún fantasma o poder sobrenatural, sino por la codicia humana, y único refugio para quien, como el protagonista, ha perdido sus papeles y por ello es un paria rechazado por todas las burocracias europeas. La novela es imperfecta, llena de digresiones y repeticiones, pero sin duda que muestra a un narrador talentoso y vivaz, que interpela constantemente al lector y lo hace cómplice de sus desventuras.

El tesoro de la Sierra Madre es una novela mucho mejor estructurada, que en las primeras páginas retrata de manera implacable el circuito de explotación en los campos petrolíferos del norte de México y luego se adentra en la fiebre del oro: dos vagabundos cesantes que acaban de lograr, por la fuerza, que les paguen su último trabajo se asocian con un experimentado buscador de oro, que tuvo minas, tuvo riquezas, las perdió y está nuevamente en el camino. Él es quien previene a sus nuevos socios sobre la maldición del oro, que pasa a presidir el relato. Todo gira después en torno a la riqueza encontrada, al reparto y a lo que anunciaba el viejo: la pérdida de la facultad de juzgar, la ambición desmedida, la traición.

En 1948, John Huston estrenó la versión cinematorgráfica. La leyenda dice que Huston trató de ubicar a Traven, pero no lo consiguió. Sin embargo, apareció en el set un tal Hal Groves, quien dijo ser amigo del escritor. Groves aportó al guión, dio consejos y permaneció alrededor de un mes con el equipo, siempre cordial y atinado en sus observaciones. Por supuesto, era Traven. Humphrey Bogart creó una de sus mejores interpretaciones en el personaje de Fred C. Dobbs, que sucumbe fatalmente a la maldición del oro. Su creciente desconfianza y paranoia, su pérdida de límites, están captados de manera magistral por Bogart, acompañado por Walter Huston, el padre del director, y por Tim Holt. Huston aligeró la historia, eliminando tres largos relatos que no son esenciales, pero que vale la pena leer, y cambió ligeramente el final: Traven trata mejor a sus personajes -excepto a Dobbs- que Huston.

Tanto el libro como la película son una extraordinaria muestra de cómo la ambición cambia a los hombres, especialmente cuando se trata de oro. El tópico es abordado por infinidad de obras, desde las maldiciones en las pirámides egipcias hasta el cofre de oro maya en Piratas del Caribe: la maldición del Perla Negra. El oro acarrea desde antiguo una dualidad simbólica: es el metal más noble, símbolo de la pureza, y también el metal más valioso, objeto de un deseo que no reconoce límites.

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