sábado, septiembre 30, 2006

Barnes & Bowles

Djuna y Julian, Jane y Paul, son vecinos por necesidad en cualquier biblioteca ordenada alfabéticamente. Buscar un libro de alguno de ellos conduce inmediatamente a pensar en el otro; y, aunque en la hilera de la B están separados por otros autores, llaman la atención: Barnes & Barnes, Bowles & Bowles, Barnes & Bowles.

Djuna es estadounidense, Julian, inglés, y es casi seguro que no se conocieron. Cuando Djuna murió en 1982, a los ochenta años, Julian sólo había publicado su primera novela, Metrolandia (Anagrama, 1989), dos años antes. Ella se consideraba a sí misma “la escritora desconocida más famosa del mundo”. En el París de entreguerras fue una de las grandes animadoras de una ya mítica vida cultural que reunía a escritores, pintores, músicos y artistas de todo el mundo. Paul Bowles la conoció en 1930, cuando Djuna estaba escribiendo El bosque de la noche, su mejor obra, sin duda, y una de las grandes novelas del siglo XX (Seix Barral, 1987. Curiosamente hay una reedición chilena, de 1988). Son apenas 190 páginas, pero le tomó mucho tiempo escribirla: la publicó seis años después de que Bowles la recibiera en su casa en Tánger.

Paul todavía estaba soltero en esa época. En 1937 conoció a Jane Auer y se casaron al año siguiente. En esa época, Paul sólo componía música, Jane era la escritora. Discípulo de Aaron Copland, fue un compositor intimista, con muchas obras para piano y pequeños grupos orquestales, generalmente muy breves, y bastante resistente al vendaval de experimentos que terminó por alejar la música clásica contemporánea de los grandes públicos. Cuando le preguntaron el motivo de su franca dimisión de la música en favor de la literatura, respondió: la música es muy difícil. Uno sigue los pasos diez años atrás de Antheil, Copland, Blitzstein; y treinta detrás de Stravinsky.

En 1943, Jane publicó su novela Dos damas muy serias, obra singularmente excéntrica que fue ignorada por el público y destrozada por la crítica, que repetía el calificativo de “incomprensible. Hoy es una novela de culto (Jorge Herralde inauguró, en 1981, la colección Panorama de narrativas precisamente con este libro), pero en ese momento marcó el inicio de la tragedia para los Bowles. La inseguridad se apoderó de Jane. Que Paul decidiera alternar la escritura con la música, con inmediato reconocimiento del público y de la crítica -de hecho, mucho mayor del que jamás logró como compositor-, no hizo más que empeorar las cosas. Jane, antes de perderse primero en una terrible inseguridad y luego francamente en la locura, logró concluir un libro de relatos, Placeres sencillos (también editado por Anagrama) y una obra de teatro, In The Summer House.

Djuna también escribió poco. Recién en 1958 volvió a aparecer en las editoriales con una obra de teatro, The Antiphon. Cuatro años después publicó El vertedero, edición corregida y aumentada de los cuentos que había editado en 1929 (hay traducción castellana, del crítico literario de Babelia Juan Antonio Masoliver Ródenas: Espasa, colección Relecturas, 2002). En 1985 apareció, póstumamente, Perfiles (Anagrama, 1987), antología de su brillante ejercicio del periodismo. ¿Periodismo? Cualquier lector contemporáneo coincidirá en que es muy raro encontrar hoy una mezcla tan notable de frivolidad, agudeza, capacidad de observación, fineza en el estilo y protagonismo del autor, a tal punto que se lee con igual interés artículos sobre James Joyce y sobre ilustres desconocidos cuyo principal mérito fue merecer la atención de Djuna. Regresó a su país cuando estalló la guerra. En sus últimos cuarenta años escribió incansablemente poesía, que nunca publicó, mientras lidiaba con la soledad, la vejez y el alcoholismo en su departamento neoyorquino.

Jane y Paul, mientras tanto, seguían huyendo de Estados Unidos. Vivían en Tánger o Ceilán (hoy Sri Lanka), donde Paul compró una isla diminuta donde sólo cabían una extravagante mansión octogonal que compartían con murciélagos de un metro de envergadura, un cinturón de árboles, el borde de arena. En 1949 Paul publicó su primera y probablemente mejor novela, El cielo protector (Alfaguara, 1992, traducida al castellano por Aurora Bernárdez, la mujer de Julio Cortázar). En 1990 se estrenó la versión cinematográfica, dirigida por Bernardo Bertolucci y protagonizada por Debra Winger y John Malkovich. A Bowles no le gustó. “Nunca debió haber sido rodada. El final es idiota y el resto es muy malo”, dijo, según se lee en la trivia de la IMDB. Sin entrar en la polémica, que daría para mucho, hay que decir que Bowles está equivocado en lo primero: sí debió rodarse, porque la banda sonora de Ryuichi Sakamoto es imperdible, y, mucho más importante, la resonancia de la película motivó el redescubrimiento y la difusión de su obra.

A esas alturas, los Bowles, aunque compartían ocasionalmente casas y viajes, estaban separados. Jane, que había tenido experiencias lésbicas antes de conocer a Paul, estableció una apasionada y destructiva relación con Cherifa, su cocinera tangerina: una bruja, según Bowles; una envenenadora que causó las enfermedades de Jane, según la mayor parte de los transterrados tangerinos. Pero más que esa relación, lo que fue alejando a Paul de ella fue su incapacidad para volver al trabajo -de escritura- y la indecisión enfermiza que teñía hasta los más pequeños actos de su vida. En 1957 Jane tuvo un leve infarto, luego un derrame cerebral. Quedó casi ciega y con una severa afasia. Lentamente fue perdiendo la capacidad de manejar su vida. Tuvo que ser internada en un manicomio. Murió en 1973, a los 56 años.

Las Memorias de un nómada, de Paul (1972; Grijalbo, 1990), aparte de prematuras, son extraordinariamente parcas en la expresión de sus sentimientos. Personas y anécdotas se suceden una tras otra, en una crónica autobiográfica más sorprendente por la omisión que por la revelación. Jane, en cambio, se muestra por completo en sus Cartas (1985; Grijalbo, 1991), la mayoría dirigidas a Paul. De la crónica alegre y chispeante pasa al dolor y el flagelante autoanálisis; mucho más tarde, ya en franco deterioro, el libro se torna sobrecogedor cuando no puede enhebrar una frase completa.

Paul publicó La tierra caliente en 1966 (Alfaguara, 1992). Sólo en 1992 rompió su silencio literario con Muy lejos de casa, una novela extraordinaria, asombrosamente austera y despojada, tal como la vida que llevaba en un pequeño departamento en Tánger. Ambas fueron traducidas al español por el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (Seix Barral, 1992). Bowles le devolvió la mano traduciendo al inglés el primer libro de Triple Erre, el cuchillo del mendigo/El agua quieta (Seix Barral, 1985). Murió en 1999.

Para ese entonces, Julian Barnes ya era uno de los más destacados miembros del dream team británico, esa generación de novelistas que levantó su narrativa como la mejor de Europa en las últimas décadas del siglo pasado y que sigue plenamente vigente. Toda su obra narrativa está disponible en Anagrama. en 2006 cumple 60 años y sigue escribiendo. Cuando cumplió 50, publicó este artículo. Por ahora, no hay manera de ponerle punto final a Barnes & Bowles.

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domingo, septiembre 24, 2006

Vietnam, cine y libros 2: cuando nos hicimos viejos... y mentirosos

Escribí el artículo anterior en 2001 y lo envié en una lista de discusión donde no hubo mayores comentarios. Cuando se estrenó Apocalypse Now Redux en 2003, le puse una bajada y un final ad hoc con la idea de publicarlo en algún medio, pero o llegué tarde a la pauta o no fue del gusto de los editores. Tiempo después encontré un buen estímulo para escribir una continuación.

La película de Kubrick se estrenó en 1987, tras por lo menos cinco años de trabajo. En 1992, un año antes de que Tobias Wolff publicara el segundo tomo de sus memorias, apareció otro libro sobre Vietnam: Cuando éramos soldados… y jóvenes, (editado en 2003 en español por la editorial Ariel, colección “Grandes batallas”), del teniente general Harold G. Moore (Hal) y el corresponsal de guerra Joseph L. Galloway (Joe).

El libro es una clara muestra de la nueva sensibilidad sobre el episodio vietnamita forjada al alero de la revolución conservadora de Ronald Reagan. Los autores, por una parte, responsabilizan a “los políticos” de haber embarcado a Estados Unidos en una guerra imposible de ganar, y, por otra, para contrarrestar el peso de las imágenes de soldados drogadictos, violadores, asesinos y suicidas asociadas a Vietnam, rescatan el heroísmo, el sentido de fraternidad y la generosidad de las tropas enviadas a territorio enemigo o, más bien, las virtudes de los militares en general.

Moore y Galloway relatan con lujo de detalles las dos batallas libradas en el valle del Ia (río) Drang entre el domingo 14 y el viernes 19 de noviembre de 1965, primer enfrentamiento entre tropas estadounidenses y el Ejército Popular de Vietnam del Norte (NVA). El valle está cerca de la frontera de Camboya, donde desembocaba la ruta Ho Chi Minh, utilizada por los norvietamitas para sus operaciones de infiltración en el sur, y lo cierra el macizo de Chu Pong, donde estaba el cuartel general de las tropas del NVA en túneles construidos en las laderas de la montaña.

Fue también el estreno de nuevas tácticas de guerra concebidas para ese escenario bélico. Helicópteros de transporte y artillados, aviones livianos de bombardeo directamente sobre el lugar de la batalla y bombarderos pesados que cubrían las áreas más alejadas, potente cobertura de artillería desde algunos kilómetros de distancia, todos coordinados por oficiales situados entre las tropas en combate, formaban una verdadera cortina de fuego pocos metros delante de los soldados, lo que les otorgaba una superioridad tecnológica y de potencia de fuego que en el primer enfrentamiento en la Zona de Aterrizaje (ZA) Rayos X -tras un primer día de vacilaciones- resultó incontrarrestable para los norvietnamitas aunque eran muy superiores en número, como queda muy claro en el texto. Moore escribe que desde el perímetro defendido por sus tropas podían mirar “aquel infierno candente donde explotaban cohetes de 2.75 pulgadas, botes de napalm, bombas de 125 y 250 kg. y proyectiles de cañón de 20 mm y dar las gracias a Dios por la suerte de no tener que atravesar aquéllo (sic) para hacer nuestro trabajo”.

El segundo, cerca de la ZA Albany, fue una emboscada vietnamita a un batallón que marchaba a tomar posiciones para su evacuación en otro claro de la selva, sin la cobertura adecuada y poca protección de la aviación. Esa batalla, de sólo 24 horas, fue mucho más costosa en términos de bajas estadounidenses que la anterior, que se extendió por cuatro días.

Hal Moore, teniente coronel en ese entonces, era el comandante en Rayos X y Galloway llegó en el segundo día de combates. Para reconstruir las batallas apelaron tanto a sus recuerdos como a entrevistas a decenas de ex combatientes estadounidenses y también, en un viaje a Vietnam en 1990, a los oficiales vietnamitas que comandaban las operaciones en el Ia Drang. Técnicamente, el libro es impecable, según las citas de la contratapa. Norman Schwarkopf, por ejemplo, el general que dirigió las operaciones en la Guerra del Golfo y que sirvió en Vietnam en la misma época que Moore, escribió que “es un gran libro de historia militar (...) y una lectura obligada para todos los norteamericanos, especialmente para aquellos a los que se les ha hecho creer que la guerra es una especie de juego de Nintendo”[1]. El coronel David Hacksworth sostiene que “es la mejor narración de un combate de infantería que haya leído jamás, y el libro más importante de cuantos se han publicado sobre la guerra de Vietnam”.

Para un militar, sin duda que las tácticas de combate descritas tienen que ser interesantes, y los espeluznantes detalles del relato deben ser relevantes para quienes aspiran a dedicarse a la profesión: Moore apela al realismo más riguroso y sobreabunda en historias como la del soldado Arthur Viera. Herido de un balazo en el codo que además destruyó su fusil, cayó sobre el cuerpo del teniente de su sección, que había muerto. “Entonces me hirieron en el cuello y la bala me atravesó limpiamente. No podía hablar ni emitir sonido alguno. Me puse en pie y traté de hacerme cargo, pero me alcanzó un tercer proyectil. Ésa me reventó la pierna derecha y me tiró al suelo. Me entró por la pierna, encima del tobillo, y penetró hacia arriba, luego salió y volvió a entrarme por la ingle hasta alojarse en mi espalda, cerca de la columna. En ese preciso momento, dos granadas de mano estallaron encima de mí y me destrozaron las piernas. Estiré la mano izquierda y toqué fragmentos de granada en la pierna de ese lado, era como si hubiera tocado un atizador al rojo vivo. Sentí que mi mano crepitaba”. El sector de Viera fue tomado por los norvietnamitas, que pasaban rematando a los heridos. Se hizo el muerto. Le dieron una patada, le quitaron el reloj y su pistola, y siguieron camino. Cuando por fin lo rescataron y fue transportado hasta el puesto de primeros auxilios, el cirujano le practicó una traqueotomía de urgencia “sin siquiera lavarse las manos”. Remata Moore: “contra todo pronóstico, Viera sobrevivió”.

Pero, para el lector no militar ni especialista, lo más interesante está en las páginas iniciales y finales del libro, cuando Moore -el autor intelectual, sin ninguna duda, de todo el texto, y narrador en primera persona en largos pasajes- expone su mirada sobre el conflicto; y en frases sueltas que lo ponen en línea directa con la cruzada heroica contra el eje del mal.

Moore dice que “sabíamos cómo había sido Vietnam. Hollywood lo representó invariablemente mal en todas las ocasiones, clavando retorcidos puñales políticos en los huesos de nuestros hermanos muertos”. Y agrega: “Así que por una vez, sólo por esta vez: así es como empezó todo, cómo fue realmente, lo que significó para nosotros, y lo que significábamos los unos para los otros. No fue ninguna película”.

¿Y cómo fue, realmente? Un acto de amor. Dice: “Fuimos a la guerra porque nuestro país nos lo ordenó, pero más importante aún, porque consideramos que era nuestro deber. Eso es un tipo de amor. Otro amor mucho más importante nos alcanzó en el campo de batalla, tal y como lo hace en todos los campos de batalla de todas las guerras que ha luchado el hombre (el destacado es mío). Descubrimos que en aquel lugar depresivo e infernal, en el que la muerte era nuestra eterna compañera, que nos queríamos los unos a los otros. Matábamos los unos por los otros, moríamos los unos por los otros, y llorábamos los unos por los otros”.

Si el lector está pensando en los Evangelios, tiene toda la razón. “El sargento primero Charles V. McManus de Woodland, Alabama, tenía treinta y un años cuando dio su propia vida para salvar la de sus amigos” (pág. 228). La cita sirve también para ilustrar otra letanía del libro. Siempre que Moore nombra a alguien por primera vez, indica su procedencia, como para recalcar, por si hiciera todavía falta, que sus soldados vienen de todos los rincones de Estados Unidos: que son Estados Unidos, más precisamente.

Para empeorar las cosas, dice Moore más adelante, “el país que nos envió a la guerra no estaba allí para darnos la bienvenida cuando volvimos a la patria”. Recuerda que muchos estadounidenses llegaron a odiar la guerra de Vietnam. En ese proceso, llegaron a odiar también a los soldados que combatían obedeciendo órdenes, “y nos encontramos otra vez cuerpo a tierra bajo el fuego cruzado, como habíamos aprendido en la jungla”[2]. No les quedó otra que esperar pacientemente que el país “recobrara la cordura”. Un hijo de Moore combatió en la Guerra del Golfo y fue recibido en el aeropuerto de su ciudad por un ex combatiente de Ia Drang, que encabezaba un grupo de entusiastas cargados de banderas. El círculo estaba cerrado.

El libro de Moore fue un éxito de ventas, para felicidad del general Schwarkopf, pero alcanzó una resonancia mucho mayor cuando el director de cine Randall Wallace convenció a los reticentes autores de aceptar que se realizara una versión fílmica. Ya está citada su opinión sobre los puñales políticos que Hollywood clavó sobre los cuerpos de los soldados muertos. Aún así, y ya con George W. Bush en la presidencia del país, Moore y Galloway aceptaron, pero con la exigencia firme de que la película “respetara el espíritu del libro”.

Quien haya leído el texto tendrá la primera impresión de que los autores fueron totalmente traicionados, aunque el realismo de la batalla sea lo más logrado de la película. El sobreactuado Mel Gibson poco refleja la imagen del coronel al mando en Rayos X, que cuando el combate terminó se sintió “orgulloso por lo que habíamos hecho, apenado por nuestras bajas y culpable de seguir con vida”.

Hay otras traiciones menores: cuando ya han comenzado las hostilidades, Moore narra que “pensé fugazmente en un ilustre predecesor mío del 7º de Caballería, el teniente coronel George Armstrong Custer, y en su última batalla en el valle de Little Bighorn, en Montana, ochenta y nueve años atrás. Yo estaba decidido a que la historia no se repitiera en el valle del Ia Drang. Éramos una compacta, bien entrenada y disciplinada fuerza de combate, y contábamos con algo que no tenía George Custer: fuego de apoyo”.

Durante las cuatro noches de combate en el valle, la cortina de fuego en torno al perímetro estadounidense se mantuvo sin parar un segundo. En la película, en la última noche, se escucha el canto de los grillos mientras Moore dialoga con el sargento mayor Plumley, su principal asistente en el mando (la cita es aproximada, pero en esencia fiel):

Moore: -Me pregunto qué habría pensado Custer si hubiera sabido que conducía a sus hombres a una masacre.

Plumley: -¡Eso no ocurrirá aquí, señor, porque Custer era un cobarde, y usted es un valiente!

Mucho más grave -pensando en la exigencia de fidelidad de los autores- es que la película se concentra en el primer combate y omite por completo la segunda parte del libro, que relata la masacre ocurrida en la ZA Albany. Otra: en un apéndice, Moore relata la intervención de su mujer en la humanización del aviso de la muerte de algún militar; va personalmente, en lugar del taxista que porta un telegrama del Secretario de Defensa (Robert McNamara, a quien Moore detesta y en buena medida responsabiliza por el fracaso estadounidense en Vietnam). Wallace, a propósito de ese apéndice, intercala episodios intragablemente lacrimosos que rompen la fluidez del relato (si es que la hay; la película, más allá del revisionismo y el patrioterismo, es un bodrio infumable).

La guinda de la torta es el final. En Rayos X, los norvietnamitas intentaron un último y desesperado ataque al perímetro defendido por los estadounidenses, alrededor de las cuatro de la mañana. A la cortina de fuego se sumó el incesante lanzamiento de bengalas desde los aviones y los morteros, de manera que los defensores sentían que estaban “cazando patos”. En la película, Moore arremete contra el enemigo con un puñado de sobrevivientes, a bayoneta calada, y en el último momento, cuando ya están en la mira de los fusiles, llega la caballería aérea y masacra a los vietnamitas.

Pero, si se piensa bien, la película es la extensión lógica y para público masivo del texto de Moore y Galloway. No hay traición, hay extrapolación de lo medular, perfectamente condensado en la escena en que ambos se despiden en Rayos X: “Nos quedamos de pie, mirándonos, y, sin asomo de vergüenza, las lágrimas empezaron a abrir surcos entre la tierra roja que nos cubría las caras. Ahogadamente pronuncié estas palabras: ‘Ve a decirle a toda América lo que hicieron estos valientes; diles cómo murieron sus hijos’”. Hecho, deben haber dicho Randall Wallace y Mel Gibson.


[1] El general Schwarkopf dispone ahora de otro libro para ofrecer a quienes vieron la Guerra del Golfo desde las pantallas de CNN y pensaron que los misiles “inteligentes”, los aviones espías no tripulados, el bombardeo de precisión y el fabuloso despliegue de artilugios tecnológicos para las tropas terrestres convirtieron el episodio en un paseo triunfal desde Arabia Saudita a Bagdad.

Se trata de Estimado Sr. Bush, de Gabe Hudson (2002; editado en español por Emecé al año siguiente), ex combatiente en la Guerra del Golfo. Ocho cuentos en 200 páginas que dicen más sobre el conflicto que miles de horas de transmisión televisiva. Hudson tiene un humor tan negro que raya en la ferocidad. Sus personajes dan cuenta -siguiendo el tópico de Conrad y Coppola- del horror, pero desde dentro, desde conciencias que justifican y buscan explicación a hechos tan sorprendentes como que los huesos se te disuelvan lentamente; o que sueñes con la muerte de tu hija y tu hija muera, pero, cuando estás prisionero, tu hija se posesiona de tu cuerpo, te ayuda a escapar y, en medio del desierto, tú mueres en lugar de ella, ella te habita y por eso, cuando vuelves a tu patria, te vistes de mujer; o que un niño iraquí, que estudió dos años en Estados Unidos gracias a los intercambios de estudiantes de la Coca-Cola, pregunte, cuando estás en medio de una misión muy adentro del territorio enemigo, “qué hase (sic) este sudaca de mierda en granja del mío padre?”.

El último y más largo de los relatos pone en escena todas las contradicciones y sinsentidos posibles. El protagonista es hijo de un veterano de Vietnam, condecorado, héroe de guerra, que ha leído a Chomsky y que, cuando se entera de que su país nuevamente va a la guerra, decide hacerse gay como protesta y va a cuanto programa de televisión lo invitan. Su hijo marine recibe, casi por necesidad, el mote de H.G. (Hijo de Gay); se rebela contra su padre, quien le escribe cartas donde se lee, por ejemplo, “¿qué sabes tú del honor, del sacrificio, de la muerte? ¿Y por qué estás luchando? Por el petróleo. Qué digno, qué noble, qué principios tan loables. ¿Cuál es el grito de guerra de ustedes? ¿’Lleno, por favor’?”.

El cuento más breve, de sólo dos páginas:

El general Schwarzkopf recuerda sus humildes inicios

Creí que estaba muerto, pero en realidad acababa de nacer, de salir a la intensa luz a través de las poderosas paredes de la vagina de mamá. Yo fui uno de esos “niños azules” (nota en el libro: así se denomina a los recién nacidos que presentan una enfermedad cardíaca congénita conocida como tetralogía de Fallot, cuya característica principal es la coloración azulada de la piel, cianosis), lo que implica que tuve que pasar mis dos primeros meses de vida metido en una incubadora. Mis padres venían cada día al hospital y me miraban con los rostros llenos de esperanza, y nos comunicábamos por turnos; yo agitaba los brazos y movía los deditos, y ellos me señalaban y sonreían. Yo les repetía que las cosas no podían seguir de aquella manera toda la vida, y que quería que me enterraran ya. Les repetía que no volvería si no era con un coche fúnebre.

-A ver si nos movemos un poco -les decía.

Aquello era cuando tenía el corazón del tamaño de una pasa. Podrías haber tomado mi corazón y haberlo puesto en un paquete de pasas y nadie se habría dado cuenta. Podrías haber metido el paquete de pasas en la cartera de tu hijo, con el resto de comida, y nadie se habría dado cuenta. Y tu hijo podría haberle tirado mi corazón a una niña de la que estuviera enamorado y haberle sacado un ojo sin querer, de modo que la niña habría crecido y habría obtenido el cinturón negro de karate, y así en el mundo habría habido un poquito menos de amor de la cuenta porque por la noche, una mujer solitaria y tuerta, experta en karate, se habría dedicado a patrullar las calles; y nadie se habría dado cuenta.

Aquí, en inglés, el cuento que da el título al libro.

[2] El coronel Moore describe la zona con frialdad de científico: “en la región trifronteriza de Laos-Camboya-Vietnam del Sur, se extienden densos bosques pluviales con su triple dosel donde el sol mo penetra jamás, el suelo está siempre húmedo y marañas de lianas salen al encuentro del caminante”. Michael Herr es mucho más expresivo: “La sierra de Vietnam es espectral, insoportable e increíblemente espectral. La forman una serie de erráticas cadenas montañosas, valles escabrosos, gargantas cubiertas de vegetación selvática y ásperas llanuras (...). Las súbitas y revueltas nieblas creaban un lúgubre desconcierto, donde el calor del día y el frío de la noche te mantenían siempre, cada vez más, nervioso y tenso. La idea puritana de que Satán habita en la naturaleza podría haber nacido aquí, donde hasta en las cumbres montañosas más frías podías oler la selva y esa tensión entre génesis y podredumbre que despiden todas las selvas”.

miércoles, septiembre 13, 2006

Vietnam, cine y libros 1: rumiando la derrota

Ni Francis Ford Coppola, Ni Michael Cimino, ni Stanley Kubrick, entre otros cineastas que se han adentrado en el trauma de Vietnam, estuvieron en aquel país. Leyeron los diarios, vieron los noticiarios televisivos, pero, sobre todo, leyeron libros sobre aquella guerra y en ellos basaron sus obras, las más notables películas sobre la guerra de Vietnam.

El que escapa del molde del libro como referencia es Cimino, quien es coautor de la historia junto a otros tres guionistas profesionales; y también porque aborda, como solía ser su costumbre hasta que Hollywood le cortó las alas, varias historias en una. Así, el horror absoluto de la guerra vietnamita es, en The Deer Hunter ("el cazador de ciervos", muy mal traducida al español como El francotirador), un episodio dentro de una historia de inmigrantes a Estados Unidos que confrontan su identidad grupal y sus historias familiares respecto del quiebre de la guerra. Con todo, Cimino es el autor de algunas de las más poderosas secuencias sobre la infinita brutalidad de la última guerra cuerpo a cuerpo, con las granadas cayendo en refugios subterráneos abarrotados de gente y el juego atroz de la ruleta rusa en jaulas sobre el agua barrosa de los ríos vietnamitas.

Coppola, en cambio, quiso hacer la síntesis total del conflicto, de su absurdo, de su brutalidad, de su sin sentido. Para ello se apoyó formalmente en una novela extraordinaria de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, la historia de un inglés que sube el curso de un río africano en busca de un recolector de marfil que ha extraviado el rumbo y se ha erigido en un pequeño dios de los nativos. Sin duda que el personaje de Kurz, perdido aguas arriba con su corte y sus ritos, da un índice de la locura aparejada a aquel enfrentamiento. Pero, si de Conrad obtuvo la estructura del relato y aquella frase final que queda resonando en el espectador -"el horror, el horror"-, quien le proporcionó el clima fue otro escritor, Michael Herr. En Despachos de guerra (1977, editado por Anagrama en 1980), se reúne un puñado de crónicas que merecieron, en su momento, elogios como el de John Le Carré ("El mejor libro que he leído sobre los hombres y la guerra en nuestro tiempo") o el de William Burroughs ("Después de leer Despachos de guerra resulta difícil transmitir el impacto de realidad total que se produce cuando se desmoronan todas las fachadas del patriotismo y el heroísmo y todo el fraude colosal de la intervención norteamericana y quedan al descubierto los huesos mondos del miedo, la guerra y la muerte"). Y es que, realmente, se trata de crónicas estremecedoras por su carga de verdad, escritas por un corresponsal que no vaciló en llegar hasta el corazón de las batallas, que quedó tan herido como los marines locos que pueblan su relato. Una guerra desquiciante, absurda y de una violencia inimaginable: esa es la que está en las páginas de Herr, que provee el pulso, el tono, el ambiente, a películas como Apocalypse Now o Full Metal Jacket, de Stanley Kubrick. En la primera, escribió el monólogo que Willard va recitando a lo largo del filme, que entrega al relato su columna vertebral; en la segunda, participó en la escritura del guión.

La de Kubrick se basa en Un chaleco de acero, de Gustav Hasford, novela editada en 1979 en inglés y en 1985 en español, por Seix Barral. El libro es notable, aunque menos impactante que las crónicas de Herr, y Kubrick se ciñe bastante a la historia, aunque, hay que decirlo, a través de una versión que la aliviana de muchos de los horrores que Hasford relata en su novela. Por ejemplo, tras haber matado a la francotiradora vietnamita, el personaje conocido en el libro como Fiera y en la película como Motherfucker le corta la cabeza, como un gesto para afirmar que es más hombre que el novato que la hirió de muerte; y, luego, otro marine del pelotón le corta los pies y los pone en una mochila donde colecciona extremidades de sus "bajas comprobadas". Nada extraño en el desquiciado panorama de Vietnam: Herr cuenta sus encuentros con soldados que posaban para la foto, sonrientes, con una cabeza cortada en su mano, o con toda una colección de orejas de vietnamitas muertos. Kubrick, atento a los efectos de su relato, omite aquellos detalles para resaltar la historia mayor. Pudor fílmico explicable por la feroz violencia de las imágenes sobre la palabra escrita, pero escamoteo, al fin y al cabo.

La participación de Herr se refleja de manera transparente en la escena de Full Metal Jacket en que un coronel interpela a Joker por usar un símbolo de la paz sobre su chaleco antibalas. El coronel lo confronta con lo que lleva escrito en el casco, "Nacido para matar". Pero el Joker de la novela jamás llevo un casco con esa leyenda. Es Herr el que enumera, en su reportaje sobre la batalla de la ciudadela de Hue, algunas de las leyendas escritas en los cascos de los marines. Vale la pena citar el párrafo completo (las mayúsculas son de Herr): "Todos los demás que iban en el camión tenían aquella expresión desquiciada y angustiada camino-del-Oeste que decía que era perfectamente correcto estar allí, donde la lucha sería más dura, donde no tendrías ni la mitad de lo que necesitabas, donde hacía más frío del que jamás hubiera hecho en Vietnam. En los cascos y en los chalecos antibalas habían escrito los nombres de viejas operaciones, de novias, sus nombres de guerra (MAS ALLA DEL VALOR, VENGADOR V, MECANISMO POCO SEGURO), sus fantasías (NACI PARA PERDER, NACI PARA ARMAR LA DE DIOS, NACI PARA MATAR, NACI PARA MORIR), su información presente (SORBOS DEL INFIERNO, EL TIEMPO ESTA DE MI PARTE, SOLO TU Y YO, DIOS, VALE?)". Que el título de la película de Kubrick en español se base en aquella leyenda tiene, sin duda, un sustento comercial: es más convincente que el español "Un chaleco de acero", que difícilmente se relaciona, como en inglés, con la capsula metálica que recubre la bala de fusil, pero también es un involuntario reconocimiento a Herr.

La derrota estadounidense, completada en 1975, comenzó a estructurarse en enero de 1968, con la ofensiva de Tet. Una de las batallas inmediatamente posteriores, la recuperación de Hue, está en Full Metal Jacket y en las crónicas de Herr. Hue, con su palacio imperial y sus mansiones en la ribera del río Perfume, fue alguna vez una de las ciudades más hermosas de Vietnam. Tuvo que ser desalojada edificio por edificio y pieza por pieza, con bajas enormes para los infantes de marina y para la CAV (división aerotransportada, mucho más eficiente que los marines en el logro de sus objetivos, según Herr) y señaló otro factor pavoroso para “el ejército del faraón”, como lo denominó otro memorialista de Vietnam, Tobias Wolff: este enemigo retrocedería sólo con la muerte y el exterminio total. Los cientos de miles de toneladas de bombas y de napalm que arrasaron el país en aquellos años tienen su origen en la porfía suicida de los soldados del vietcong, dispuestos a una forma de combatir que, sencillamente, no estaba en los manuales de las academias estadounidenses. La historia del francotirador que narran, con énfasis distintos, Hasford y Ford Coppola, queda, sin embargo, reducida a anécdota al lado de las magistrales paginas que escribió Herr en su reportaje "Sorbos infernales", el primero que, desde las páginas de la revista Esquire, llamó la atención sobre su mirada iconoclasta, desesperanzada y cruelmente sincera sobre la guerra.

Algo sobre Tobias Wolff. El segundo tomo de sus memorias se llama En el ejército del faraón (la edición original es de 1993 y la española, por Alfaguara, de 1997), y narra, entre otras cosas, su permanencia en Vietnam, destinado como oficial de apoyo de un batallón sudvietnamita apostado en el Delta del Mekong, durante un año en el que la verdadera guerra se libraba en otros frentes. El riesgo era distinto porque enfrentaban guerrillas y no ejércitos regulares y no hay punto de comparación entre aquella guerra moderada con las despiadadas batallas de Hue o de Je Sang contadas por Herr, aunque por cierto que había peligro. El teniente Wolff arriesgó su vida para canjear un fusil vietnamita, preciado trofeo de guerra, por un televisor en color para ver un capítulo especial de Bonanza; pero en aquella banalidad también hay una cifra exacta para aprender de la guerra y de sus efectos sobre los hombres. Desde luego, se trata de un magnifico libro de memorias, cuya ausencia de espectacularidad lo ha privado, hasta ahora, de una versión fílmica.

Herr cuenta otra anécdota. La primera vez que descendió del sempiterno helicóptero sobre un arrozal, avanzó junto a los marines con el agua hasta la cintura. Fueron atacados con fusiles desde un bosque cercano. Mientras esperaban el apoyo aéreo, atentos a los fogonazos y al silbido de las balas, encogidos sobre el agua, Herr casi ensordeció con el estallido de las notas de una guitarra eléctrica. A su lado, un soldado negro había puesto un cassette de Jimi Hendrix. El no lo había escuchado nunca, pero jamás olvidaría, de ahí en adelante, aquella vibración metálica, invasora, potente, acallando el miedo, la angustia y la tensión de la espera. El rock de los sesenta, con toda su potencia contestataria y furibunda contra el sistema, era el complemento obligado de los marines de vocación suicida que atendían más a la enseñanza de honor en el combate que a cualquier precaución racional ante el inminente enfrentamiento.

domingo, septiembre 03, 2006

19 semanas (Lecturas de la II Guerra Mundial)

El autor del libro es el periodista Norman Moss, responsable de otros estudios históricos sobre la bomba atómica (Men who play God: The story of the hidrogen bomb y The politic of uranium). Según el sitio web de Laie*, una de las más completas librerías que conozco en ciencias sociales, o no están disponibles o no han sido traducidos al castellano. Su estudio sobre el espía Klaus Fuchs apareció en Javier Vergara Editor en 1991.

19 semanas es una excelente introducción a la primera etapa de la II Guerra Mundial (en adelante, IIGM). No se centra tanto en los escenarios bélicos, también aborda extensamente el clima y los acontecimientos políticos y sociales que ocurrieron especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. Más que un ensayo de interpretación histórica, es una crónica vívida y accesible que, luego de dos capítulos introductorios que enmarcan la escena, se centra en los cruciales meses de la primavera y el verano de 1940, entre la invasión de Holanda, Bélgica y Francia por los alemanes y la derrota de estos últimos en la Batalla de Inglaterra. Lo que me pareció más interesante -y nuevo para mí- es cómo Moss recoge el debate estadounidense entre aislacionistas e intervencionistas a lo largo de aquel año. Me sorprendió especialmente que los estudiantes universitarios, tradicionalmente asociados al idealismo, tuvieran, en este caso, la postura más conservadora. Arriesgaban más, claro, porque corrían el riesgo cierto de ser enviados al campo de batalla; pero, como señaló Jerome Green, secretario de la universidad de Harvard, refiriéndose a los estudiantes, "su manifiesta ceguera hacia las cuestiones sociales más candentes resulta desoladora a más no poder". Los estudiantes de Princeton crearon la asociación de Veteranos de Guerras Futuras y exigieron una gratificación inmediata de mil dólares, pues era poco probable que sobrevivieran a la guerra y mejor era poder gastarla de inmediato. La sección Futuras Madres de la Estrella Dorada exigía viajes a Europa para ver las futuras tumbas de sus maridos e hijos. En todo ello hay algo que repugna al sentido común establecido a partir de la década de los sesenta sobre el idealismo juvenil; sin embargo, pensándolo bien, están la misma vocación contestataria, la respuesta propia frente a las decisiones del mundo adulto y el recurso a la sátira desmitificadora.

Respecto del debate, Moss analiza razones, expone interpretaciones y da cuenta de la existencia de los aislacionistas de derecha, como Lindbergh**, y de izquierda, como muchos ex comunistas desengañados por el pacto Molotov-Ribbentropp, pero que seguían considerando a Gran Bretaña como una potencia imperialista y clasista. Había también un amplio activismo a favor del ingreso de Estados Unidos en la guerra, no sólo del decidido intervencionista Roosevelt, sino también de ciudadanos que veían en el triunfo alemán una amenaza para la sobrevivencia tanto de la democracia como del papel de su país en el trazado del orden mundial. Expone asimismo razones estratégicas: se temía, por ejemplo, que la derrota militar de Inglaterra dejara a la isla en manos de Oswald Mosley y su Unión de Fascistas Británicos*** y que, como consecuencia de ello, la más poderosa flota de guerra en el mundo quedara a disposición de los nazis. El liderazgo de Roosevelt y la caída de Francia dieron la victoria a los intervencionistas, pero aún Roosevelt estaba maniatado por la ley que estableció la neutralidad estadounidense. Ya iniciada la campaña presidencial, el Presidente tuvo que maniobrar en aguas turbulentas para poder enviar pertrechos militares -entre ellos, 50 destructores que databan de la I Guerra- a los británicos. Recurrió incluso a lo que los chilenos podrían denominar "resquicios legales" para hacerlo, y las negociaciones con Gran Bretaña fueron más ásperas y complicadas de lo que da a entender la historiografía.

Dan ganas de conocer más detalles de aquel debate, que puso en juego tensiones muy profundas y que también, a ambos lados del Atlántico, comenzó a señalar a Estados Unidos como el país que debería heredar el papel hegemónico en Occidente que por tanto tiempo había desempeñado Gran Bretaña. En general, todos los capítulos referidos a Estados Unidos son novedosos, pues amplían mucho cuestiones que se suelen pasar por alto o reciben un trato muy superficial: mal que mal, la guerra se estaba librando en otra parte.

Otro aspecto interesante de
19 semanas es cómo el autor intenta -y generalmente lo logra- despegarse de las emociones básicas que salen a la luz en estos casos. La obvia simpatía por la causa aliada no implica renunciar a los matices o a poner en su debido contexto ciertos dichos y hechos. Cuando describe la evacuación de la Fuerza Expedicionaria Británica desde Dunkerque, complementa las citas de tono lírico con la prosaica realidad y concluye, acertadamente, que "cantar el heroísmo sin mencionar su precio es una media verdad, ese tipo de medias verdades que la gente suele decirse a sí misma cuando tiene que ir a la guerra". Sin embargo, en otro capítulo, Moss no puede evitar ceder a la tentación de elevar el tono y asignarle al conflicto el tono de epopeya que reprocha a otros autores: "Mientras los aviones germanos rugían en lo alto y las fuerzas germanas se congregaban en la orilla opuesta preparando una invasión, estos escarpados acantilados de tiza resplandecientes al sol del verano fueron las fortificaciones de la democracia, de la decencia, de la civilización, en suma, frente a la amenaza de la barbarie" (el traductor puso mal la puntuación, no yo).

Por último, y casi al pasar, Moss destaca otro hecho que valdría la pena pesquisar. Hasta la guerra, las enormes diferencias sociales no se cuestionaban, se aceptaban como parte del orden imperial. Sin embargo, a pocos meses de iniciado el conflicto, el gobierno se vio en la necesidad de dictar medidas especiales para los niños de toda condición, así como a exigir, por ejemplo, que las grandes empresas pusieran casinos para sus empleados. Se partía de un enunciado muy simple: todos somos combatientes, todos somos víctimas: ¿Por qué persisten los privilegios? De esta manera, según Moss, comenzó a estructurarse el Estado de Bienestar, que aún es el modelo dominante en la mayor parte de Europa.

* http://www.laie.es/

** A propósito de Lindbergh, el año pasado leí la magnífica novela de Philip Roth
La conjura contra América, una ucronía que supone el triunfo del héroe de la aviación en las elecciones de 1940. En realidad, ganó Roosevelt por tercera vez (aún vendría una cuarta); y aunque nadie ponía en duda su vocación democrática y el liderazgo que ejerció para sacar a Estados Unidos del marasmo económico causado por el crack de 1929 y durante la IIGM, pareció tan excesiva su prolongación en el poder que se reformó la constitución limitando a dos los mandatos presidenciales. Lindbergh, en la novela, declara el aislacionismo más severo e introduce, poco a poco, medidas de discriminación contra las minorías raciales (léase judíos). También figuran como personajes el sacerdote católico Charles Coughlin, de un feroz antisemitismo, cuyo programa radial llegó a ser escuchado por 30 millones de personas; y Walter Winchell, judío, quizá el periodista más popular de la época. Winchell tenía una columna escrita y un programa radiofónico personal, y pasó del periodismo amarillo sobre Broadway a convertirse en una potente voz de denuncia en contra del nazismo. Fue la guerra de las ondas radiales, desplegada sobre una población incierta y cada vez más inquieta por los acontecimientos europeos. Como es de esperar, en la realidad los personajes corren una suerte muy distinta de lo que les ocurre en la novela.

Es pavorosa la habilidad de Roth para sostener la verosimilitud de un pie forzado tan excesivo, pero, a la luz de la contrarrevolución conservadora de Reagan y los dos Bush (con el interludio de Clinton, golondrina que no hizo verano), no es tan difícil imaginar a Estados Unidos como un país entenebrecido por el racismo, la violencia y el culto a la personalidad. Siempre ha habido racistas y los negros fueron los grandes excluidos durante décadas, pero ese fenómeno sociológico, por así decirlo, es muy distinto a que el Estado adopte el racismo como ideología.

*** Otra novela brillante viene a cuento,
Los restos del día, de Kazuo Ishiguro, llevada al cine por James Ivory. Aunque la trama está más centrada en el clasismo inglés y las oportunidades perdidas en nombre del servicio ejemplar a la nobleza, entrega también un severo e inquietante cuadro de las simpatías de ciertos círculos británicos por la Alemania nazi.