Escribí el artículo anterior en 2001 y lo envié en una lista de discusión donde no hubo mayores comentarios. Cuando se estrenó Apocalypse Now Redux en 2003, le puse una bajada y un final ad hoc con la idea de publicarlo en algún medio, pero o llegué tarde a la pauta o no fue del gusto de los editores. Tiempo después encontré un buen estímulo para escribir una continuación.
La película de Kubrick se estrenó en 1987, tras por lo menos cinco años de trabajo. En 1992, un año antes de que Tobias Wolff publicara el segundo tomo de sus memorias, apareció otro libro sobre Vietnam: Cuando éramos soldados… y jóvenes, (editado en 2003 en español por la editorial Ariel, colección “Grandes batallas”), del teniente general Harold G. Moore (Hal) y el corresponsal de guerra Joseph L. Galloway (Joe).
El libro es una clara muestra de la nueva sensibilidad sobre el episodio vietnamita forjada al alero de la revolución conservadora de Ronald Reagan. Los autores, por una parte, responsabilizan a “los políticos” de haber embarcado a Estados Unidos en una guerra imposible de ganar, y, por otra, para contrarrestar el peso de las imágenes de soldados drogadictos, violadores, asesinos y suicidas asociadas a Vietnam, rescatan el heroísmo, el sentido de fraternidad y la generosidad de las tropas enviadas a territorio enemigo o, más bien, las virtudes de los militares en general.
Moore y Galloway relatan con lujo de detalles las dos batallas libradas en el valle del Ia (río) Drang entre el domingo 14 y el viernes 19 de noviembre de 1965, primer enfrentamiento entre tropas estadounidenses y el Ejército Popular de Vietnam del Norte (NVA). El valle está cerca de la frontera de Camboya, donde desembocaba la ruta Ho Chi Minh, utilizada por los norvietamitas para sus operaciones de infiltración en el sur, y lo cierra el macizo de Chu Pong, donde estaba el cuartel general de las tropas del NVA en túneles construidos en las laderas de la montaña.
Fue también el estreno de nuevas tácticas de guerra concebidas para ese escenario bélico. Helicópteros de transporte y artillados, aviones livianos de bombardeo directamente sobre el lugar de la batalla y bombarderos pesados que cubrían las áreas más alejadas, potente cobertura de artillería desde algunos kilómetros de distancia, todos coordinados por oficiales situados entre las tropas en combate, formaban una verdadera cortina de fuego pocos metros delante de los soldados, lo que les otorgaba una superioridad tecnológica y de potencia de fuego que en el primer enfrentamiento en la Zona de Aterrizaje (ZA) Rayos X -tras un primer día de vacilaciones- resultó incontrarrestable para los norvietnamitas aunque eran muy superiores en número, como queda muy claro en el texto. Moore escribe que desde el perímetro defendido por sus tropas podían mirar “aquel infierno candente donde explotaban cohetes de 2.75 pulgadas, botes de napalm, bombas de 125 y 250 kg. y proyectiles de cañón de 20 mm y dar las gracias a Dios por la suerte de no tener que atravesar aquéllo (sic) para hacer nuestro trabajo”.
El segundo, cerca de la ZA Albany, fue una emboscada vietnamita a un batallón que marchaba a tomar posiciones para su evacuación en otro claro de la selva, sin la cobertura adecuada y poca protección de la aviación. Esa batalla, de sólo 24 horas, fue mucho más costosa en términos de bajas estadounidenses que la anterior, que se extendió por cuatro días.
Hal Moore, teniente coronel en ese entonces, era el comandante en Rayos X y Galloway llegó en el segundo día de combates. Para reconstruir las batallas apelaron tanto a sus recuerdos como a entrevistas a decenas de ex combatientes estadounidenses y también, en un viaje a Vietnam en 1990, a los oficiales vietnamitas que comandaban las operaciones en el Ia Drang. Técnicamente, el libro es impecable, según las citas de la contratapa. Norman Schwarkopf, por ejemplo, el general que dirigió las operaciones en la Guerra del Golfo y que sirvió en Vietnam en la misma época que Moore, escribió que “es un gran libro de historia militar (...) y una lectura obligada para todos los norteamericanos, especialmente para aquellos a los que se les ha hecho creer que la guerra es una especie de juego de Nintendo”. El coronel David Hacksworth sostiene que “es la mejor narración de un combate de infantería que haya leído jamás, y el libro más importante de cuantos se han publicado sobre la guerra de Vietnam”.
Para un militar, sin duda que las tácticas de combate descritas tienen que ser interesantes, y los espeluznantes detalles del relato deben ser relevantes para quienes aspiran a dedicarse a la profesión: Moore apela al realismo más riguroso y sobreabunda en historias como la del soldado Arthur Viera. Herido de un balazo en el codo que además destruyó su fusil, cayó sobre el cuerpo del teniente de su sección, que había muerto. “Entonces me hirieron en el cuello y la bala me atravesó limpiamente. No podía hablar ni emitir sonido alguno. Me puse en pie y traté de hacerme cargo, pero me alcanzó un tercer proyectil. Ésa me reventó la pierna derecha y me tiró al suelo. Me entró por la pierna, encima del tobillo, y penetró hacia arriba, luego salió y volvió a entrarme por la ingle hasta alojarse en mi espalda, cerca de la columna. En ese preciso momento, dos granadas de mano estallaron encima de mí y me destrozaron las piernas. Estiré la mano izquierda y toqué fragmentos de granada en la pierna de ese lado, era como si hubiera tocado un atizador al rojo vivo. Sentí que mi mano crepitaba”. El sector de Viera fue tomado por los norvietnamitas, que pasaban rematando a los heridos. Se hizo el muerto. Le dieron una patada, le quitaron el reloj y su pistola, y siguieron camino. Cuando por fin lo rescataron y fue transportado hasta el puesto de primeros auxilios, el cirujano le practicó una traqueotomía de urgencia “sin siquiera lavarse las manos”. Remata Moore: “contra todo pronóstico, Viera sobrevivió”.
Pero, para el lector no militar ni especialista, lo más interesante está en las páginas iniciales y finales del libro, cuando Moore -el autor intelectual, sin ninguna duda, de todo el texto, y narrador en primera persona en largos pasajes- expone su mirada sobre el conflicto; y en frases sueltas que lo ponen en línea directa con la cruzada heroica contra el eje del mal.
Moore dice que “sabíamos cómo había sido Vietnam. Hollywood lo representó invariablemente mal en todas las ocasiones, clavando retorcidos puñales políticos en los huesos de nuestros hermanos muertos”. Y agrega: “Así que por una vez, sólo por esta vez: así es como empezó todo, cómo fue realmente, lo que significó para nosotros, y lo que significábamos los unos para los otros. No fue ninguna película”.
¿Y cómo fue, realmente? Un acto de amor. Dice: “Fuimos a la guerra porque nuestro país nos lo ordenó, pero más importante aún, porque consideramos que era nuestro deber. Eso es un tipo de amor. Otro amor mucho más importante nos alcanzó en el campo de batalla, tal y como lo hace en todos los campos de batalla de todas las guerras que ha luchado el hombre (el destacado es mío). Descubrimos que en aquel lugar depresivo e infernal, en el que la muerte era nuestra eterna compañera, que nos queríamos los unos a los otros. Matábamos los unos por los otros, moríamos los unos por los otros, y llorábamos los unos por los otros”.
Si el lector está pensando en los Evangelios, tiene toda la razón. “El sargento primero Charles V. McManus de Woodland, Alabama, tenía treinta y un años cuando dio su propia vida para salvar la de sus amigos” (pág. 228). La cita sirve también para ilustrar otra letanía del libro. Siempre que Moore nombra a alguien por primera vez, indica su procedencia, como para recalcar, por si hiciera todavía falta, que sus soldados vienen de todos los rincones de Estados Unidos: que son Estados Unidos, más precisamente.
Para empeorar las cosas, dice Moore más adelante, “el país que nos envió a la guerra no estaba allí para darnos la bienvenida cuando volvimos a la patria”. Recuerda que muchos estadounidenses llegaron a odiar la guerra de Vietnam. En ese proceso, llegaron a odiar también a los soldados que combatían obedeciendo órdenes, “y nos encontramos otra vez cuerpo a tierra bajo el fuego cruzado, como habíamos aprendido en la jungla”. No les quedó otra que esperar pacientemente que el país “recobrara la cordura”. Un hijo de Moore combatió en la Guerra del Golfo y fue recibido en el aeropuerto de su ciudad por un ex combatiente de Ia Drang, que encabezaba un grupo de entusiastas cargados de banderas. El círculo estaba cerrado.
El libro de Moore fue un éxito de ventas, para felicidad del general Schwarkopf, pero alcanzó una resonancia mucho mayor cuando el director de cine Randall Wallace convenció a los reticentes autores de aceptar que se realizara una versión fílmica. Ya está citada su opinión sobre los puñales políticos que Hollywood clavó sobre los cuerpos de los soldados muertos. Aún así, y ya con George W. Bush en la presidencia del país, Moore y Galloway aceptaron, pero con la exigencia firme de que la película “respetara el espíritu del libro”.
Quien haya leído el texto tendrá la primera impresión de que los autores fueron totalmente traicionados, aunque el realismo de la batalla sea lo más logrado de la película. El sobreactuado Mel Gibson poco refleja la imagen del coronel al mando en Rayos X, que cuando el combate terminó se sintió “orgulloso por lo que habíamos hecho, apenado por nuestras bajas y culpable de seguir con vida”.
Hay otras traiciones menores: cuando ya han comenzado las hostilidades, Moore narra que “pensé fugazmente en un ilustre predecesor mío del 7º de Caballería, el teniente coronel George Armstrong Custer, y en su última batalla en el valle de Little Bighorn, en Montana, ochenta y nueve años atrás. Yo estaba decidido a que la historia no se repitiera en el valle del Ia Drang. Éramos una compacta, bien entrenada y disciplinada fuerza de combate, y contábamos con algo que no tenía George Custer: fuego de apoyo”.
Durante las cuatro noches de combate en el valle, la cortina de fuego en torno al perímetro estadounidense se mantuvo sin parar un segundo. En la película, en la última noche, se escucha el canto de los grillos mientras Moore dialoga con el sargento mayor Plumley, su principal asistente en el mando (la cita es aproximada, pero en esencia fiel):
Moore: -Me pregunto qué habría pensado Custer si hubiera sabido que conducía a sus hombres a una masacre.
Plumley: -¡Eso no ocurrirá aquí, señor, porque Custer era un cobarde, y usted es un valiente!
Mucho más grave -pensando en la exigencia de fidelidad de los autores- es que la película se concentra en el primer combate y omite por completo la segunda parte del libro, que relata la masacre ocurrida en la ZA Albany. Otra: en un apéndice, Moore relata la intervención de su mujer en la humanización del aviso de la muerte de algún militar; va personalmente, en lugar del taxista que porta un telegrama del Secretario de Defensa (Robert McNamara, a quien Moore detesta y en buena medida responsabiliza por el fracaso estadounidense en Vietnam). Wallace, a propósito de ese apéndice, intercala episodios intragablemente lacrimosos que rompen la fluidez del relato (si es que la hay; la película, más allá del revisionismo y el patrioterismo, es un bodrio infumable).
La guinda de la torta es el final. En Rayos X, los norvietnamitas intentaron un último y desesperado ataque al perímetro defendido por los estadounidenses, alrededor de las cuatro de la mañana. A la cortina de fuego se sumó el incesante lanzamiento de bengalas desde los aviones y los morteros, de manera que los defensores sentían que estaban “cazando patos”. En la película, Moore arremete contra el enemigo con un puñado de sobrevivientes, a bayoneta calada, y en el último momento, cuando ya están en la mira de los fusiles, llega la caballería aérea y masacra a los vietnamitas.
Pero, si se piensa bien, la película es la extensión lógica y para público masivo del texto de Moore y Galloway. No hay traición, hay extrapolación de lo medular, perfectamente condensado en la escena en que ambos se despiden en Rayos X: “Nos quedamos de pie, mirándonos, y, sin asomo de vergüenza, las lágrimas empezaron a abrir surcos entre la tierra roja que nos cubría las caras. Ahogadamente pronuncié estas palabras: ‘Ve a decirle a toda América lo que hicieron estos valientes; diles cómo murieron sus hijos’”. Hecho, deben haber dicho Randall Wallace y Mel Gibson.
El coronel Moore describe la zona con frialdad de científico: “en la región trifronteriza de Laos-Camboya-Vietnam del Sur, se extienden densos bosques pluviales con su triple dosel donde el sol mo penetra jamás, el suelo está siempre húmedo y marañas de lianas salen al encuentro del caminante”. Michael Herr es mucho más expresivo: “La sierra de Vietnam es espectral, insoportable e increíblemente espectral. La forman una serie de erráticas cadenas montañosas, valles escabrosos, gargantas cubiertas de vegetación selvática y ásperas llanuras (...). Las súbitas y revueltas nieblas creaban un lúgubre desconcierto, donde el calor del día y el frío de la noche te mantenían siempre, cada vez más, nervioso y tenso. La idea puritana de que Satán habita en la naturaleza podría haber nacido aquí, donde hasta en las cumbres montañosas más frías podías oler la selva y esa tensión entre génesis y podredumbre que despiden todas las selvas”.